Desayunando con mi mejor amiga, descubrí uno de sus labios hinchados, llorando, me aseguró haberse mordido sin querer. No pude sino creerla.
A la semana siguiente, tomando café en la misma terraza, observé un círculo morado alrededor de sus preciosos ojos. Temblando, aseguró haberse caído, diciéndome lo torpe que podía llegar a ser y una semilla creció en lo más profundo de mi ser.
Seis meses más tarde, me llegó un email a mi correo. Ella era feliz, podía sentir su risa en cada una de sus letras, podía sentirla llena de vida, contándome sus divertidas aventuras, aseguraba haber vuelto a nacer. Que por fin, había conseguido ser feliz.
Me pregunto cuando podríamos volver a quedar. Que deseaba contarme algo que había callado durante años. Que la vida le había sonreído al fin.
Pronto, le contesté. Le mentí.
Aún me quedaban diez años de condena.
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