Leyendas Muertas/Capítulo 2: Oso Blanco

La taberna hedía a vida, a humo y licor barato. Los techos bajos formados por arcos enyesados, sobre viejas vigas mal cuidadas, ofrecía un color ocre bastante repugnante. Las paredes, también enlucidas, no presentaban una versión mejorada. Aquí y allá se podía ver el ladrillo y la argamasa debido a las grandes grietas que los partían en dos descascarillando el enyesado; como si un rayo hubiese plasmado su recorrido en ellos.
Las mesas estaban atestadas de labriegos, mercaderes y personajes de todo tipo que hacían un alto en su camino para echar un trago o comer aquella basura que la cocinera aseguraba al ofrecerla, como comida del día. Era evidente que tal vez no fuese ni de la semana.
Junto al ayar, había una mesa de hombres rudos, con bastante acero como para comenzar una maldita guerra y nadie, por muy borracho que fuese, no se había percatado de aquel detalle.
La puerta se abrió y entró un hombre, si se podía llamar así, de unas cualidades físicas bastantes inusuales. Sus dos metros y medio le obligaba a andar por allí dentro agachando la cabeza y doblando sus poderosas rodillas. Bajo su enorme capa, escondía un cuerpo casi inhumano. Su torso era tan amplio como una de aquellas destartaladas mesas. Sus brazos podrían separar la cabeza de un toro de su cuerpo y si aquello no fuese bastante anormal. Su cuerpo, solo cubierto con un calzón de piel y una capa, lucía un bello blanco tan tupido como si fuese un animal. En su cabeza, también colgaba una amplia melena blanca y sus ojos lucían un color parduzco, que trasmitían una nobleza característica de los animales. Al sentarse en una mesa vacía el banco de madera crujió por la enorme tensión de soportar tan colosal ser.
El tabernero se acercó sonriente y le dio un sonoro y amistoso golpe en la espalda, bajo su blanco bigote que le caía hasta la barbilla se dibujó una sonrisa.
— ¿Qué va a ser hoy amigo mío?.
— Una jarra y un plato —su voz sonó gutural.
— Que así sea —el tabernero se marchó a paso vivo—, !cocinera!, un buen plato para nuestro gran—dijo recalcando—amigo.
El gigantón miró a su alrededor, sus sentidos le advertían que un peligro estába cerca, acechando como un depredador. Cuando sus ojos se cruzaron con los hombres excesivamente armados sus miradas se cruzaron y sintió que allí, iban a haber problemas. No les tenía ningún miedo. Pero hacía años que había prometido a su amigo Jhor, que no le destrozaría la taberna en ninguna pelea. Maldijo entre dientes.
Unos minutos después, el tabernero le dejó sobre la sucia mesa una jarra de cerveza y un plato de rancho.
— ¿Quiénes son esos? —le preguntó a Jhor disimulando.
— No lo sé, parecen mercenarios —lo miró a los ojos—. Sabes que no me gustan los problemas Oso.
— Ni a mí, pero parecen perseguirme. Me iré lo antes posible, no te preocupes.
— Te lo agradezco de corazón, con los tiempos que corren no puedo permitirme levantar otra taberna. Cuando se hayan marchado, vuelve, te invitaré a un par de rondas.
El tabernero se marchó avergonzado por tener que tratar así a su amigo. Pero si Oso Blanco decía que olía problemas… es que eso estaba a punto de suceder.
No tardo ni cinco minutos en terminar su plato, bebió de un trago la jarra de cerveza derramando por su barba parte del contenido. No era fácil beber con aquellos colmillos en su boca. Algunos decían que su madre, muerta en el parto, había cometido algún tipo de rito demoníaco fornicando con un enorme oso. Pero Oso Blanco, poco tenía de demoníaco. Pues de normal, siempre había sido de naturaleza tranquila.
Sin despedirse se levantó del banco, que volvió a crujir aliviado de tan ardua faena y se dispuso a caminar hacia la puerta. Tras su espalda y gracias a su refinado oído, escuchó el sonido metálico del acero contra acero y los pasos rápidos de cuatro hombres pesados. Aquellos bastardos querían algo de él. No eran ni los primeros, ni seguramente los últimos. Pero los problemas parecían seguirlo allá a donde fuera.
Salió de la taberna y se encaminó al bosque colindante. Donde malvivía en una cueva, escondido de los ojos problemáticos. Antes de llegar resonó una voz tras su espalda.
— ¡Eh!, detente—dijo una voz taimada—. ¡Tu maldito monstruo, acaso no me escuchas!.
Oso Blanco no quería hacer daño a nadie, así que agachó la cabeza y siguió su camino. Un fuerte picazón le llegó de una de sus paletillas. Aquellos bastardos le habían lanzado una flecha. Cualquier hombre se hubiese doblegado, pero su piel, era tan gruesa que prácticamente no sintió más que un quemazón. Aun así, no podía permitir que la gente le fuese lanzando flechas como si fuese un animal. Giró sobre sus pasos poniendo cara de pocos amigos y dejando que sus colmillos sobresaliesen de su labio superior. Con aquello solía bastar.
Pero no parecía amedrentar a aquellos cuatro hombres. Eran hombres grandes y musculosos y movían sus espadas con agilidad. En sus rostros no había un ápice de miedo. Algo que pronto descubrirían un gran error.
— ¡Dejarme en paz!—rugió Oso.
— ¿Qué os parece chicos?, el animal habla y nos quiere dar órdenes —miró uno a uno a sus amigos y carcajeó—, quiere darnos órdenes a nosotros.
— Te vamos a desollar vivo, animal. Me aré una capa con tu piel y ya puesto otra para mi caballo—carcajeo otro.
A paso decidido lo fueron rodeándo y Oso, apartó su capa que cayó al suelo dejando su enorme envergadura completamente a la vista. De sus dedos, salieron unas largas garras.
El primer hombre se lanzó al ataque. Lanzó una estocada que Oso apartó con su mano y con un fuerte revés de su mano le golpeó en todo el pecho. El hombre rodó varios metros hacia atrás gimiendo de dolor. Oso se giró para ver si con aquella acción había conseguido amedrentar a sus atacantes. Una flecha se clavó en su pecho justo cuando se giró.
El arquero no daba crédito, a esa distancia, debía de haber atravesado el pecho o la armadura de cualquier hombre, en cambio, Oso la arrancó de un manotazo y rugió como un oso de las nieves. La saliva resbalaba por sus colmillos y por las comisuras de sus labios. El arquero comenzó hacer un charco de orina bajo sus pies. Con su rostro a menos de un metro de la cara de Oso.
Oso sintió un escozor justo bajo las costillas. Uno de los hombres había alojado su hoja entre dos de sus costillas. El escozor pasó a ser un punzante dolor. La espada había entrado un palmo en su pecho. Oso golpeó al hombre con el envés de su mano y lo lanzó por el aire más de cinco metros dándose un golpe mortal contra un enorme tronco. El sonido fue horrendo y el hombre no se volvió a mover. Otro fuerte tajo le llamó la atención del hombre que tenía a su derecha, el muy bastardo había clavado su espada a la altura de la tripa. El dolor fue intenso y Oso se dobló poniendo una rodilla en el suelo. Jamás ningún humano lo había herido de aquella gravedad. Cuando el dolor inicial pasó, se sentía encolerizado y aquello no solía traer nada bueno. Otro tajo le dejó una herida en la espalda y le obligó a apoyar su enorme mano en el suelo.
Antes del siguiente ataque lanzó un zarpazo al pecho del hombre y dejó sus pulmones a la vista arrancando su peto de cuero y parte de la piel del pecho; un gran chorro de sangre salió disparada por el aire. El hombre soltó un alarido estremecedor y con los ojos desorbitados cayó de espaldas.
Oso se giró hacia el único hombre en pie. El arquero lo miró aterrorizado. Oso rugió abriendo sus poderosos brazos en cruz. El hombre soltó el arco y salió a la carrera hasta el primer atacante que maldecía de rodillas sujetándose el pecho. Le ayudó a levantarse y ambos miraron a su muerte a la cara. Oso volvió a rugir encolerizado y dio un paso hacia ellos. Ambos corrieron como perseguidos por mil demonios, dejando sus armas en el suelo y el cuerpo de sus dos amigos muertos.
Cuando Oso los vio salir al galope sobre sus monturas, respiró hondo. Aquellas heridas sangraban peligrosamente. Nunca habían llegado tan lejos, ni él tampoco. Al ver los hombres muertos. Se sintió dolido por su exceso de furia. Con un escarmiento, no solían volver a tocarle las pelotas. Pero esta vez, se había saldado dos vidas.
Renqueando volvió hacia la taberna. El tabernero observaba desde la puerta con los ojos como platos. Nunca hubiese imaginado que Oso pudiese llegar a matar a nadie. Oso vio el miedo en sus ojos. El hombre, le señaló la parte de atrás de la taberna. Era mejor que nadie viese su estado. Que nadie intentase otra locura y que aquel día muriese alguien más.
Al llegar a la puerta de atrás la cocinera, que se había comportado como una madre para él, salió con una enorme palancana de agua tibia y unos rollos de tela limpia. Oso se dejó caer sobre su trasero como un niño dolorido. La mujer asustada se fue acercando poco a poco.
— Tranquila, jamás os haría daño a ninguno de vosotros, sois mi familia —dijo entre llanto Oso, podía oler el miedo de la pareja cuando el tabernero llegó escondiendo una estaca tras su espalda—. Jhor, te lo suplico, confía en mí.
La mujer rompió en llanto, como podía haber dudado de Oso. Lo abrazó con ternura mientras el grandullón lloriqueaba como un niño tras una reprimenda de sus padres.
— Perdóname hijo—le susurró al oído—, pero entiende que nunca te había visto hacer algo así. Mi pobre niño—le acarició la mejilla peluda como una madre a su hijo pequeño—, miremos estás heridas.
— Y después te marchas—dijo avergonzado el tabernero—, volverán, esos bastardos volverán y yo tengo mucho que perder—al hombre se le cayó la estaca y los hombros—. Perdóname hijo, pero tienes que huir de aquí, te darán caza como a un animal…
— Lo…, lo entiendo Jhor. Me marcharé enseguida.
— Hombre prepárale una buena dote de surtidos y bebida. Es lo menos que podemos hacer. A ver Oso levanta el brazo.
La mujer limpió con ternura las heridas, las desinfectó y con aquellas enormes telas, que otrora habían sido manteles, vendó como pudo el enorme pecho y tripa del grandullón. Después se sentó en su muslo y lo abrazó entre llantos.
— Prométeme que no es un hasta siempre, que volverás en unos meses y seguiremos cuidando de ti. Prométeme que no te meterás en líos.
— Te lo prometo Ma, pero Jhor tiene razón, debo desaparecer una buena temporada. Si no, tendré que matar a más hombres.
— Si ellos se lo buscan no dudes hijo—dijo Jhor saliendo por la puerta con un enorme petate—. Siempre es mejor matar que morir.
Oso Blanco se puso de pie con fuertes dolores, agarró el petate y se despidió con dos abrazos de los que hasta ese momento habían sido sus verdaderos padres. Tenía que huir por ellos. Tenía que huir por él. Sin mirar atrás salió corriendo en la dirección opuesta a sus atacantes y se internó en el bosque.
La pareja, destrozados por la pena lo observaron abrazados, como un padre y una madre que ven a su hijo partir del hogar. Oso Blanco jamás los olvidaría. Jamás.

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