El látigo cayó lacerando su espalda, produciendo un dolor
insoportable; como las últimas doce veces que el látigo había mellado su
cuerpo.
Esta vez Hiko, sabía que acabaría así. Que lo molerían a
palos y lo castigarían ante sus iguales de manera ejemplar. Aún así, cuando se
agachó a recoger el cuerpo de aquella mujer que se encontraba exhausta y le dio
la poca agua de su pellejo, supo, que hacía lo correcto.
Sus ojos almendrados estaban llenos de lágrimas, no de
dolor, si no de rabia. De odio por sus esclavistas, por esos hijos de puta que
los trataban peor que a cualquier animal. Y todo por ser de diferente raza.
¿Cómo había acabado un pueblo de guerreros en una situación como aquella?,
¿Dónde estaban todos aquellos héroes que su pueblo veneraban con sus canciones,
noche tras noche?, ¿Por qué nadie hacía nada por acabar con aquella injusticia?
Esta vez el latigazo lo sintió con un pinchazo que hizo que
se le doblaran las rodillas. De suerte, que se encontraba engrilletado de las
manos y sujeto con una cadena en la rama de aquel cerezo. Las flores,
blanquecinas y rosáceas, volaron a su alrededor. Cayendo al suelo y creando
caprichosos remolinos, que giraban junto a él. Bailando con el viento mientras
el látigo silbaba una y otra vez. Demostrándole que hasta ellas, tenían más
libertad que él.
En su interior una llama tomó forma. Tenía que hacer algo
por su pueblo. Tenía que liberar a su gente de aquella crueldad inhumana. ¿Pero
como?. Su pueblo había cedido, abandonado el poco honor que les quedaba. Nadie
quería hablar de una rebelión. Ni tan siquiera, en el silencio de la noche,
cuando sus <<amos>>, dormían en sus plácidas casas de piedra;
mientras, ellos dormían hacinados en cualquier rincón o a la intemperie. Como
si el simple echo de tener esperanza fuese el pecado más horrendo que un hombre
pudiese cometer. Lo veía en sus ojos; ojos de vergüenza, ojos de aquellos que
se resignan a su destino. Ojos de cobardes.
Cuando el látigo cayó la veinteava vez, el bastardo del
capataz acabo de fustigarle, propinando, un último latigazo, para demostrar su
superioridad. Lo bordeó y escupió en su
cara. Aquel rostro oscuro lo miro con desdén. Luego, como si soltara un canino,
destrabó los grilletes de la cadena, anclada en aquella rama. Hiko cayó de
rodillas. El dolor era atroz, la ira era brutal y en ese mismo momento,
decidió, que si no era en aquél instante, aquella llama se extinguiría para
siempre. Y eso no podía permitirlo.
El capataz debía pesar cuarenta kilos más que Hiko. De
anchos hombros y estrecha cintura, la raza oscura eran hombres y mujeres de
musculosos cuerpos. Seguramente, antes de acabar como esclavista, tuvo un
pasado como mercenario. Las cicatrices de sus poderosos brazos le delataban en
más de un rifirrafe con armas. Aquel bastardo había echo algo más que fustigar
a la gente, era un asesino, un puerco sanguinario. Lo había visto en su mirada
mientras lo descolgaba. Había visto ese brillo de placer, por poder hacer
cuanto le viniese en gana con él. Seguramente, si en aquel momento, decidía
rajar su cuello, nadie se lo reprocharía; al igual que a ningún pastor, nadie
le reprocharía que sacrificara un perro que no sirvieses para cuidar el rebaño.
Hiko se levantó tambaleándose. Los grilletes aún colgaban
de sus manos temblorosas y mientras las miraba, sentía correr por su espalda un
río de sangre. Miro a sus iguales y todos y cada uno de ellos agachó la cabeza.
No sabía si por vergüenza, por miedo, o por qué ellos también le recriminaba
que su situación la había buscado él con aquel estúpido acto de misericordia.
La llama se extendió por todo su ser. La ira nublaba su
mente. El capataz, se giró hacia los demás, para ver en sus rostros el miedo,
para escupir algún discurso que trasmitirse terror a los demás. Las manos de
Hiko temblaban nerviosas, con una fuerza que nadie le otorgaría después de
aquella fustigación. La sensación de odio, le arrancó de la cordura y como un
felino, salto sobre la espalda de su enemigo cruzando las cadenas de los
grilletes por su gaznate. Con todas sus fuerzas, y haciendo palanca con sus
piernas tiro hacia atrás, ambos cayeron de espaldas, pero Hiko usaba sus
piernas para que el capataz estuviese en tensión, en una postura que no pudiese
hacer más que morir. El hombretón intentó aferrar las cadenas que lo
asfixiaban, intento agarrar lo que fuese de Hiko. Pero poco a poco su énfasis
fue diluyéndose en un gorgoteo continuo de su garganta. Con un fuerte
chasquido, Hiko partió aquel enorme cuello, con una facilidad que nunca hubiese
imaginado. ¿Así de fácil era segar una vida?, ¿Así de cerca había estado tantas
veces de la muerte?
A su alrededor, su pueblo quedó mudo. Lo miraban con miedo
y con rencor. No esperaba que lo mirasen como a un héroe, eso sabía que no
pasaría. ¿Pero odió?.
— ¡¿Pero
como se te a ocurrido hacer algo así?!
Nakata era el más anciano del asentamiento, uno de los
pocos guerreros que aún quedaban convida tras la gran guerra. Se abrió paso
entre el círculo de gente que rodeaban a Hiko y al capataz. En sus sabios ojos
se podía ver un fuego y un sentimiento de vergüenza que aumentaba por segundos.
Hiko no sabía si por era por sus actos, o por ser un cobarde y no haberlo echo
él.
— ¡Ahora
nos mataran a todos, imbécil! —recrimino señalando con el dedo al resto de sus
compatriotas—. As firmado la pena de muerte para todos.
— ¡Ya
estamos muertos!, ¿O es que no lo podéis ver? Somos sus perros, menos que eso.
Somos… nada, ¡nada! —Hiko dio un paso hacia el anciano—. ¿Acaso tú no luchaste
antes de esto?, Nakata el General —dijo jactándose—. Y ahora, mírate. ¿Dónde
está tu honor?.
— Mi
honor está aquí, maldito niñato. Mi honor nos dejó vivir.
— ¿Vivir?,
¿a esto le llamas, tú, vivir?. Tenemos
que luchar. Mejor morir luchando que picando piedra.
— ¿Si?,
¿Y los niños, también van a luchar, y los ancianos?.
— Lucharemos
todos.
— ¿y
quien te a dado el liderazgo de nuestras vidas? —el anciano chasqueó la lengua—
te doy cuatro horas. Después de eso, daré la alarma de que entre nosotros hay
un loco, un asesino. Que a todos nos das … —el anciano se desinfló de golpe,
aquellas palabras le dolieron incluso a él—huye, corre cuanto puedas, pero no
puedo darte más que cuatro horas. Lo siento.
— ¿Hablas
enserio?, ¿huir?.
El anciano apoyo su mano huesuda en su hombro, lo apartó
del grupo que susurraban plegarias a los dioses. Una vez estuvieron fuera de
oídos ajenos, el anciano, lo cogió por los hombros; como había hecho tantas
veces antes, cuando lo aleccionaba sobre la historia de su pueblo; con aquel
énfasis en su voz, con aquel fuego en su corazón. De sus viejos ojos cayeron
unas lágrimas de dolor mientras miraba fijamente a Hiko.
— Ve al
norte, a las montañas. En lo más alto de los riscos encontrarás a un hombre, el
te ayudará a esconderte hasta que se calmen las cosas.
— ¿Libre?,
¿Ese hombre vive libre?.
— Y
sólo. Ese es el precio que has de pagar,
hijo, el olvido. La soledad. El exilió. Ve, di que vas de mi parte. No dejes de
correr. Y sobre todo, no digas a nadie donde te diriges; por tu bien, y por el
nuestro.
— Pero
yo quiero quedarme y luchar —el anciano cruzo su cara con una sonora bofetada.
— ¿Es
que no vas hacerme caso nunca?. Cierra el pico y desaparece. Si esos cabrones
te cogen, serás comida para sus perros —Hiko se quitó unas gotas de sangre de
los labios, Nakata jamás le había puesto una mano encima. Tal vez era el
momento de hacerle caso a aquel hombre que había sido un padre para todos
ellos—. Sigue el Escudo de la Diosa, recuerda lo que te he enseñado y no mires
atrás.
Tras un suave empujón de Nakata, Hiko comenzó ha correr.
Esperaba que alguien le dijese que no lo hiciera. Que todo iba a salir bien.
Que podrían decir que aquel bastardo se había partido el cuello en una caída.
Pero no escucho nada. Nadie quería que se quedará. Un intenso vacío reconcomio
por dentro.
Sin mirar atrás, se interno en el bosque, aquellas
altísimas secuoyas que hacía de barrotes naturales para su gente. Un bosque
prohibido para sus iguales, salvo para los grupos que sacaban gravilla del
lecho del río. Un bosque que lo condenaba al destierro.
Corrió a la desesperada cruzando el gran bosque hasta
llegar al río, sin mirar atrás, llorando mientras avanzaba. Se introdujo por la
orilla hasta que el agua cubrió sus pantorrillas. Frente a él, había una docena
de canoas, Hiko soltó una de ellas y la empujó corriente abajo.
Hiko pensó, qué si se internaba en aquel río,
contracorriente, ni siquiera los sabuesos encontrarían su rastro; o eso rezaba
desesperado. El esfuerzo de correr por el agua le produjo grandes dolores en
sus heridas. Esa debía de ser su primera acción, una vez estuviese fuera de
peligro, lavarlas tan bien como pudiese. Si aquellas heridas se infectaban
moriría entre fiebres y delirios. No era la primera vez que lo veía. Sudores
fríos y dolores inimaginables. Un destino cruel.
Aquel tramo el río tenía poca profundidad, la orilla
contraria, estaba a más de un centenar de pasos. Bien parecía más, un pequeño
lago, que un rio. El agua le impedía avanzar con toda la celeridad que le
hubiese gustado imprimir a sus piernas. Entre sus pies nadaban pequeños
cardúmenes de pececillos de todos los colores, como si aquello fuese un juego,
ajenos al posible futuro del joven si sus perseguidores le daban caza.
Correr a contra corriente era un duro trabajo, pero los
trabajos forzados que había tenido que hacer durante toda su asquerosa vida lo
había dotado de una fuerza que ni el mismo conocía. Esperaba que sus
perseguidores, supondrían, que habría aprovechado la corriente y robado alguna
canoa para alejarse lo más rápido posible. No es que no lo hubiese pensado,
pero aquella corriente lo dirigía al Sur. Y según Nakata debía llegar a los
riscos más altos del Norte. A la zona prohibida. La zona donde según las
canciones de su pueblo dormitaban los dioses. Un lugar donde ningún mortal
podía poner un pie sin que su alma quedará condenada para la eternidad. Ahora
entendía que aquello no era más que una patraña. Una gran mentira para que
fuese lo que hubiese allí, estuviese a salvo.
Tras avanzar un buen trecho por el lecho del río, llegó a
una orilla llena de cascotes y gravilla, sin rastro de hiervas que pisar o lodo
que señalar. Un buen sitio para salir de allí sin dejar ninguna huella para
aquellos malditos rastreadores.
Cuando dejó de correr, ya había caído la noche. Nakata ya
habría dado la voz de alarma. La cacería ya estaría en marcha. Estaba exhausto
y hambriento; y el dolor de su espalda crecía a cada movimiento de sus brazos.
Sentía multitud de insectos pegados a su sangre seca. Tal vez debería haber
limpiado las heridas con la cristalina agua del río, pero solo pensar que
aquello llevase a los sabuesos hasta su rastro, le había dado miedo. En un bosque
tan grande seguramente encontraría manantiales; o eso esperaba Hiko.
Aquella orilla era un nuevo mundo para él. Jamás había
estado tan lejos de su asentamiento. Respiró profundamente mirando a su
alrededor y solo vio, troncos y más troncos. Aquel laberinto de madera era
enorme, pero un buen sitio para escabullirse. Así que saco fuerzas de flaqueza
y comenzó a correr otra vez. Tuvo que cambiar varias veces de dirección.
Algunos caminos no tenían salida. Bordeados de matorrales con pinchos como
garfios. Y al final, perdió el rumbo. No tenía ni idea de dónde estaba el
Norte. No con todos aquellos árboles tapándole el cielo nocturno. Necesitaba
llegar a un claro. Otear las estrellas como Nakata le había enseñado y seguir
la estrella más brillante del firmamento. Ella, le llevaría directo a los altos
riscos. Directo a la casa de los dioses.
Cuando paro de correr, el pecho le ascendía y descendía con
tanta fuerza que los pulmones le quemaban. Tenía la boca seca y sus rodillas
comenzaron a temblar por la flojedad. Tenía que descansar, por mucho que él
hubiese querido correr durante toda la noche, su cuerpo estaba desfallecido. Se
apoyó en un grueso tronco de pino. Estaba empapado de sudor. Tenía los pies en
carne viva y su estómago rugió suplicando comida. Pero allí era tan tupido el
bosque que prácticamente no veía donde pisaba. Allí, bajo aquellas copas, la
luna llena que le había alumbrado en penumbras, estaba ciega. Se sintió sólo.
Muy sólo. Sintió el frio de la soledad en los más profundo de sus huesos.
Para cuando quiso darse cuenta, estaba acurrucado en las
raíces de enorme árbol llorando. Maldiciendo sus actos. ¿Cómo demonios había
pensado que podría comenzar una revolución el sólo?, ¿Qué le sucedería a su
poblado por su maldita culpa?, ¿Debería volver y enfrentar su pena?
Se sintió desfallecido, se sintió vacío, se sintió, una
mierda. Sus párpados humedecidos le pesaban, estaba agotado y sin darse cuenta,
se quedó dormido.
Se despertó con un sobresalto. Mierda, pensó. Se había
quedado dormido. Había perdido un tiempo precioso en el que podía haber puesto
más tierra de por medio. Aún era de noche. Eso era bueno, ¿no?. Eso quería
decir que solo habían sido un rato. Tal vez unos minutos. O tal vez unas
cuantas horas. Con fueras renovadas se levantó dolorido y continuó su éxodo.
Tras un largo rato encontró un claro. Sabía que era peligroso exponerse
demasiado, no sabía con certeza cuánta ventaja había perdido. Si salía al claro,
alguien podría verlo. Pero necesitaba observar detenidamente el cielo. Buscar
el Escudo de la Diosa. La estrella más brillante del firmamento.
El cielo estaba tachonado de estrellas. En silencio y muy
despacio, salió avanzando en cuclillas. Agachado para ofrecer una silueta menos
humana. Desde donde estaba, miro al cielo; pero no vio su guía. Debía estar
oculta tras la arboleda. Debía moverse por el claro para buscar unas buenas
vistas. Pero el miedo se apoderaba de el por momentos. Haciendo un gran esfuerzo
de valentía decidió que la mejor opción era ir aún más agachado. Así que se
tumbó en el suelo y comenzó a reptar. Sus piernas y su pecho desnudo se
rasparon con las puntas de las rocas que sobresalían del suelo. Cada metro,
ahogaba un grito de dolor por un nuevo corte; mientras se sentía ridículo, tal
vez no hubiese nadie a muchos kilómetros a la redonda y allí estaba el
sufriendo y tirado como un perro. Si salía de aquello convida, tendría muchas
cicatrices en su cuerpo, para recordar aquel estúpido asunto.
Una vez llegó al centro del claro, se volteó con cuidado
para apoyar su espalda. La vista era majestuosa. El cielo nocturno siempre le
había llamado la atención. Y allí, lejos de la luz que proyectaban las
hogueras, parecía cobrar vida. Sentía que el propio universo le devolvía la
mirada. Que todas aquellas estrellas, lo observaban desde las alturas.
Seguramente se estaban riendo de él. De sus miedos. De sus actos. De su
miserable vida. Entonces la vio, tan brillante como rielaba el sol sobre el río.
Radiante, poderosa. El Escudo de la Diosa le lleno de valor. Tenía que seguir
en aquella dirección. Tal vez se hubiese ido demasiado al Oeste. Pero aún podía
recuperar la dirección correcta. Vio la luna, brillante y argenta. Llena de
vida y de luz. Se sintió reconfortado. Aquel cielo era un sitio conocido. No
como donde se encontraba, perdido en un bosque enorme y traicionero.
Y un aullido rompió la magia. Un aullido aterrador. Un lobo
no andaba lejos y según Nakata. Los lobos siempre actuaban en manada, como
antaño hacían sus guerreros, un núcleo férreo, un equipo de valientes e
inteligentes depredadores. Así que debía de haber varios lobos por la cercanía.
Se estremeció de miedo. ¿Acaso habían olido su rastro, o era una simple
casualidad? Sin pensarlo dos veces. Se levantó, ajeno a que alguien pudiese
localizarlo y volvió a correr, esta vez en dirección Norte.
Un silbido paso sobre su cabeza, Hiko se lanzó hacia
delante por puro instinto y rodó. ¿Aquello había sido una flecha?, ¿Ya tenía
allí a sus perseguidores? Otra flecha se clavó a escasos centímetros de su
pierna.
Mierda, mierda, mierda; decía mientras corría haciendo
zigzag por el claro. Por suerte no escucho ni vio ninguna flecha más. Cuando
llegó al linde del bosque se escondió detrás de la primera hilada de árboles,
se agazapo y miro entre la maleza con detenimiento. Necesitaba saber quien le
seguía y cuántos, para trazar el mejor plan de huida.
Estaba asustado y tembloroso. Miraba de hito en hito en
todas direcciones, de izquierda a derecha y viceversa. Allí no había nadie.
Nada se movía. La tensión cada vez era más palpable. Podía sentir que era
observado, ¿o tal vez era su imaginación?, ¿Aquel arquero se habría escondido
para rodearlo por dentro del bosque? Miro hacia atrás. Justo a su espalda,
había una figura encapuchada. Hiko grito de terror. La figura le dio un duro
golpe en el puente de la nariz con su arco y todo se fundió a negro.
Genial Mario sigue adelante y hazle tragar barro y sangre.
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