Leyendas Muertas: Capítulo 4:¡Largó!


El látigo cayó lacerando su espalda, produciendo un dolor insoportable; como las últimas doce veces que el látigo había mellado su cuerpo.

 

Esta vez Hiko, sabía que acabaría así. Que lo molerían a palos y lo castigarían ante sus iguales de manera ejemplar. Aún así, cuando se agachó a recoger el cuerpo de aquella mujer que se encontraba exhausta y le dio la poca agua de su pellejo, supo, que hacía lo correcto. 

 

Sus ojos almendrados estaban llenos de lágrimas, no de dolor, si no de rabia. De odio por sus esclavistas, por esos hijos de puta que los trataban peor que a cualquier animal. Y todo por ser de diferente raza. ¿Cómo había acabado un pueblo de guerreros en una situación como aquella?, ¿Dónde estaban todos aquellos héroes que su pueblo veneraban con sus canciones, noche tras noche?, ¿Por qué nadie hacía nada por acabar con aquella injusticia?

 

Esta vez el latigazo lo sintió con un pinchazo que hizo que se le doblaran las rodillas. De suerte, que se encontraba engrilletado de las manos y sujeto con una cadena en la rama de aquel cerezo. Las flores, blanquecinas y rosáceas, volaron a su alrededor. Cayendo al suelo y creando caprichosos remolinos, que giraban junto a él. Bailando con el viento mientras el látigo silbaba una y otra vez. Demostrándole que hasta ellas, tenían más libertad que él.

 

En su interior una llama tomó forma. Tenía que hacer algo por su pueblo. Tenía que liberar a su gente de aquella crueldad inhumana. ¿Pero como?. Su pueblo había cedido, abandonado el poco honor que les quedaba. Nadie quería hablar de una rebelión. Ni tan siquiera, en el silencio de la noche, cuando sus <<amos>>, dormían en sus plácidas casas de piedra; mientras, ellos dormían hacinados en cualquier rincón o a la intemperie. Como si el simple echo de tener esperanza fuese el pecado más horrendo que un hombre pudiese cometer. Lo veía en sus ojos; ojos de vergüenza, ojos de aquellos que se resignan a su destino. Ojos de cobardes.

 

Cuando el látigo cayó la veinteava vez, el bastardo del capataz acabo de fustigarle, propinando, un último latigazo, para demostrar su superioridad. Lo bordeó y  escupió en su cara. Aquel rostro oscuro lo miro con desdén. Luego, como si soltara un canino, destrabó los grilletes de la cadena, anclada en aquella rama. Hiko cayó de rodillas. El dolor era atroz, la ira era brutal y en ese mismo momento, decidió, que si no era en aquél instante, aquella llama se extinguiría para siempre. Y eso no podía permitirlo.

 

El capataz debía pesar cuarenta kilos más que Hiko. De anchos hombros y estrecha cintura, la raza oscura eran hombres y mujeres de musculosos cuerpos. Seguramente, antes de acabar como esclavista, tuvo un pasado como mercenario. Las cicatrices de sus poderosos brazos le delataban en más de un rifirrafe con armas. Aquel bastardo había echo algo más que fustigar a la gente, era un asesino, un puerco sanguinario. Lo había visto en su mirada mientras lo descolgaba. Había visto ese brillo de placer, por poder hacer cuanto le viniese en gana con él. Seguramente, si en aquel momento, decidía rajar su cuello, nadie se lo reprocharía; al igual que a ningún pastor, nadie le reprocharía que sacrificara un perro que no sirvieses para cuidar el rebaño.

 

Hiko se levantó tambaleándose. Los grilletes aún colgaban de sus manos temblorosas y mientras las miraba, sentía correr por su espalda un río de sangre. Miro a sus iguales y todos y cada uno de ellos agachó la cabeza. No sabía si por vergüenza, por miedo, o por qué ellos también le recriminaba que su situación la había buscado él con aquel estúpido acto de misericordia.

 

La llama se extendió por todo su ser. La ira nublaba su mente. El capataz, se giró hacia los demás, para ver en sus rostros el miedo, para escupir algún discurso que trasmitirse terror a los demás. Las manos de Hiko temblaban nerviosas, con una fuerza que nadie le otorgaría después de aquella fustigación. La sensación de odio, le arrancó de la cordura y como un felino, salto sobre la espalda de su enemigo cruzando las cadenas de los grilletes por su gaznate. Con todas sus fuerzas, y haciendo palanca con sus piernas tiro hacia atrás, ambos cayeron de espaldas, pero Hiko usaba sus piernas para que el capataz estuviese en tensión, en una postura que no pudiese hacer más que morir. El hombretón intentó aferrar las cadenas que lo asfixiaban, intento agarrar lo que fuese de Hiko. Pero poco a poco su énfasis fue diluyéndose en un gorgoteo continuo de su garganta. Con un fuerte chasquido, Hiko partió aquel enorme cuello, con una facilidad que nunca hubiese imaginado. ¿Así de fácil era segar una vida?, ¿Así de cerca había estado tantas veces de la muerte?

 

A su alrededor, su pueblo quedó mudo. Lo miraban con miedo y con rencor. No esperaba que lo mirasen como a un héroe, eso sabía que no pasaría. ¿Pero odió?.

 

—   ¡¿Pero como se te a ocurrido hacer algo así?!

 

Nakata era el más anciano del asentamiento, uno de los pocos guerreros que aún quedaban convida tras la gran guerra. Se abrió paso entre el círculo de gente que rodeaban a Hiko y al capataz. En sus sabios ojos se podía ver un fuego y un sentimiento de vergüenza que aumentaba por segundos. Hiko no sabía si por era por sus actos, o por ser un cobarde y no haberlo echo él.

 

—   ¡Ahora nos mataran a todos, imbécil! —recrimino señalando con el dedo al resto de sus compatriotas—. As firmado la pena de muerte para todos.

 

—   ¡Ya estamos muertos!, ¿O es que no lo podéis ver? Somos sus perros, menos que eso. Somos… nada, ¡nada! —Hiko dio un paso hacia el anciano—. ¿Acaso tú no luchaste antes de esto?, Nakata el General —dijo jactándose—. Y ahora, mírate. ¿Dónde está tu honor?.

 

 

—   Mi honor está aquí, maldito niñato. Mi honor nos dejó vivir.

 

—   ¿Vivir?, ¿a esto le llamas, tú,  vivir?. Tenemos que luchar. Mejor morir luchando que picando piedra.

 

 

—   ¿Si?, ¿Y los niños, también van a luchar, y los ancianos?.

 

—   Lucharemos todos.

 

 

—   ¿y quien te a dado el liderazgo de nuestras vidas? —el anciano chasqueó la lengua— te doy cuatro horas. Después de eso, daré la alarma de que entre nosotros hay un loco, un asesino. Que a todos nos das … —el anciano se desinfló de golpe, aquellas palabras le dolieron incluso a él—huye, corre cuanto puedas, pero no puedo darte más que cuatro horas. Lo siento.

 

—   ¿Hablas enserio?, ¿huir?.

 

 

El anciano apoyo su mano huesuda en su hombro, lo apartó del grupo que susurraban plegarias a los dioses. Una vez estuvieron fuera de oídos ajenos, el anciano, lo cogió por los hombros; como había hecho tantas veces antes, cuando lo aleccionaba sobre la historia de su pueblo; con aquel énfasis en su voz, con aquel fuego en su corazón. De sus viejos ojos cayeron unas lágrimas de dolor mientras miraba fijamente a Hiko.

 

—   Ve al norte, a las montañas. En lo más alto de los riscos encontrarás a un hombre, el te ayudará a esconderte hasta que se calmen las cosas.

 

—   ¿Libre?, ¿Ese hombre vive libre?.

 

 

—   Y sólo.  Ese es el precio que has de pagar, hijo, el olvido. La soledad. El exilió. Ve, di que vas de mi parte. No dejes de correr. Y sobre todo, no digas a nadie donde te diriges; por tu bien, y por el nuestro.

 

—   Pero yo quiero quedarme y luchar —el anciano cruzo su cara con una sonora bofetada.

 

 

—   ¿Es que no vas hacerme caso nunca?. Cierra el pico y desaparece. Si esos cabrones te cogen, serás comida para sus perros —Hiko se quitó unas gotas de sangre de los labios, Nakata jamás le había puesto una mano encima. Tal vez era el momento de hacerle caso a aquel hombre que había sido un padre para todos ellos—. Sigue el Escudo de la Diosa, recuerda lo que te he enseñado y no mires atrás.

 

Tras un suave empujón de Nakata, Hiko comenzó ha correr. Esperaba que alguien le dijese que no lo hiciera. Que todo iba a salir bien. Que podrían decir que aquel bastardo se había partido el cuello en una caída. Pero no escucho nada. Nadie quería que se quedará. Un intenso vacío reconcomio por dentro.

 

Sin mirar atrás, se interno en el bosque, aquellas altísimas secuoyas que hacía de barrotes naturales para su gente. Un bosque prohibido para sus iguales, salvo para los grupos que sacaban gravilla del lecho del río. Un bosque que lo condenaba al destierro.

 

Corrió a la desesperada cruzando el gran bosque hasta llegar al río, sin mirar atrás, llorando mientras avanzaba. Se introdujo por la orilla hasta que el agua cubrió sus pantorrillas. Frente a él, había una docena de canoas, Hiko soltó una de ellas y la empujó corriente abajo.

 

Hiko pensó, qué si se internaba en aquel río, contracorriente, ni siquiera los sabuesos encontrarían su rastro; o eso rezaba desesperado. El esfuerzo de correr por el agua le produjo grandes dolores en sus heridas. Esa debía de ser su primera acción, una vez estuviese fuera de peligro, lavarlas tan bien como pudiese. Si aquellas heridas se infectaban moriría entre fiebres y delirios. No era la primera vez que lo veía. Sudores fríos y dolores inimaginables. Un destino cruel.

 

Aquel tramo el río tenía poca profundidad, la orilla contraria, estaba a más de un centenar de pasos. Bien parecía más, un pequeño lago, que un rio. El agua le impedía avanzar con toda la celeridad que le hubiese gustado imprimir a sus piernas. Entre sus pies nadaban pequeños cardúmenes de pececillos de todos los colores, como si aquello fuese un juego, ajenos al posible futuro del joven si sus perseguidores le daban caza.

 

Correr a contra corriente era un duro trabajo, pero los trabajos forzados que había tenido que hacer durante toda su asquerosa vida lo había dotado de una fuerza que ni el mismo conocía. Esperaba que sus perseguidores, supondrían, que habría aprovechado la corriente y robado alguna canoa para alejarse lo más rápido posible. No es que no lo hubiese pensado, pero aquella corriente lo dirigía al Sur. Y según Nakata debía llegar a los riscos más altos del Norte. A la zona prohibida. La zona donde según las canciones de su pueblo dormitaban los dioses. Un lugar donde ningún mortal podía poner un pie sin que su alma quedará condenada para la eternidad. Ahora entendía que aquello no era más que una patraña. Una gran mentira para que fuese lo que hubiese allí, estuviese a salvo.

 

Tras avanzar un buen trecho por el lecho del río, llegó a una orilla llena de cascotes y gravilla, sin rastro de hiervas que pisar o lodo que señalar. Un buen sitio para salir de allí sin dejar ninguna huella para aquellos malditos rastreadores.

 

Cuando dejó de correr, ya había caído la noche. Nakata ya habría dado la voz de alarma. La cacería ya estaría en marcha. Estaba exhausto y hambriento; y el dolor de su espalda crecía a cada movimiento de sus brazos. Sentía multitud de insectos pegados a su sangre seca. Tal vez debería haber limpiado las heridas con la cristalina agua del río, pero solo pensar que aquello llevase a los sabuesos hasta su rastro, le había dado miedo. En un bosque tan grande seguramente encontraría manantiales; o eso esperaba Hiko.

 

Aquella orilla era un nuevo mundo para él. Jamás había estado tan lejos de su asentamiento. Respiró profundamente mirando a su alrededor y solo vio, troncos y más troncos. Aquel laberinto de madera era enorme, pero un buen sitio para escabullirse. Así que saco fuerzas de flaqueza y comenzó a correr otra vez. Tuvo que cambiar varias veces de dirección. Algunos caminos no tenían salida. Bordeados de matorrales con pinchos como garfios. Y al final, perdió el rumbo. No tenía ni idea de dónde estaba el Norte. No con todos aquellos árboles tapándole el cielo nocturno. Necesitaba llegar a un claro. Otear las estrellas como Nakata le había enseñado y seguir la estrella más brillante del firmamento. Ella, le llevaría directo a los altos riscos. Directo a la casa de los dioses.

 

Cuando paro de correr, el pecho le ascendía y descendía con tanta fuerza que los pulmones le quemaban. Tenía la boca seca y sus rodillas comenzaron a temblar por la flojedad. Tenía que descansar, por mucho que él hubiese querido correr durante toda la noche, su cuerpo estaba desfallecido. Se apoyó en un grueso tronco de pino. Estaba empapado de sudor. Tenía los pies en carne viva y su estómago rugió suplicando comida. Pero allí era tan tupido el bosque que prácticamente no veía donde pisaba. Allí, bajo aquellas copas, la luna llena que le había alumbrado en penumbras, estaba ciega. Se sintió sólo. Muy sólo. Sintió el frio de la soledad en los más profundo de sus huesos.

 

Para cuando quiso darse cuenta, estaba acurrucado en las raíces de enorme árbol llorando. Maldiciendo sus actos. ¿Cómo demonios había pensado que podría comenzar una revolución el sólo?, ¿Qué le sucedería a su poblado por su maldita culpa?, ¿Debería volver y enfrentar su pena?

 

Se sintió desfallecido, se sintió vacío, se sintió, una mierda. Sus párpados humedecidos le pesaban, estaba agotado y sin darse cuenta, se quedó dormido.

 

Se despertó con un sobresalto. Mierda, pensó. Se había quedado dormido. Había perdido un tiempo precioso en el que podía haber puesto más tierra de por medio. Aún era de noche. Eso era bueno, ¿no?. Eso quería decir que solo habían sido un rato. Tal vez unos minutos. O tal vez unas cuantas horas. Con fueras renovadas se levantó dolorido y continuó su éxodo. Tras un largo rato encontró un claro. Sabía que era peligroso exponerse demasiado, no sabía con certeza cuánta ventaja había perdido. Si salía al claro, alguien podría verlo. Pero necesitaba observar detenidamente el cielo. Buscar el Escudo de la Diosa. La estrella más brillante del firmamento.

 

El cielo estaba tachonado de estrellas. En silencio y muy despacio, salió avanzando en cuclillas. Agachado para ofrecer una silueta menos humana. Desde donde estaba, miro al cielo; pero no vio su guía. Debía estar oculta tras la arboleda. Debía moverse por el claro para buscar unas buenas vistas. Pero el miedo se apoderaba de el por momentos. Haciendo un gran esfuerzo de valentía decidió que la mejor opción era ir aún más agachado. Así que se tumbó en el suelo y comenzó a reptar. Sus piernas y su pecho desnudo se rasparon con las puntas de las rocas que sobresalían del suelo. Cada metro, ahogaba un grito de dolor por un nuevo corte; mientras se sentía ridículo, tal vez no hubiese nadie a muchos kilómetros a la redonda y allí estaba el sufriendo y tirado como un perro. Si salía de aquello convida, tendría muchas cicatrices en su cuerpo, para recordar aquel estúpido asunto.

 

Una vez llegó al centro del claro, se volteó con cuidado para apoyar su espalda. La vista era majestuosa. El cielo nocturno siempre le había llamado la atención. Y allí, lejos de la luz que proyectaban las hogueras, parecía cobrar vida. Sentía que el propio universo le devolvía la mirada. Que todas aquellas estrellas, lo observaban desde las alturas. Seguramente se estaban riendo de él. De sus miedos. De sus actos. De su miserable vida. Entonces la vio, tan brillante como rielaba el sol sobre el río. Radiante, poderosa. El Escudo de la Diosa le lleno de valor. Tenía que seguir en aquella dirección. Tal vez se hubiese ido demasiado al Oeste. Pero aún podía recuperar la dirección correcta. Vio la luna, brillante y argenta. Llena de vida y de luz. Se sintió reconfortado. Aquel cielo era un sitio conocido. No como donde se encontraba, perdido en un bosque enorme y traicionero.

 

Y un aullido rompió la magia. Un aullido aterrador. Un lobo no andaba lejos y según Nakata. Los lobos siempre actuaban en manada, como antaño hacían sus guerreros, un núcleo férreo, un equipo de valientes e inteligentes depredadores. Así que debía de haber varios lobos por la cercanía. Se estremeció de miedo. ¿Acaso habían olido su rastro, o era una simple casualidad? Sin pensarlo dos veces. Se levantó, ajeno a que alguien pudiese localizarlo y volvió a correr, esta vez en dirección Norte.

 

Un silbido paso sobre su cabeza, Hiko se lanzó hacia delante por puro instinto y rodó. ¿Aquello había sido una flecha?, ¿Ya tenía allí a sus perseguidores? Otra flecha se clavó a escasos centímetros de su pierna.

 

Mierda, mierda, mierda; decía mientras corría haciendo zigzag por el claro. Por suerte no escucho ni vio ninguna flecha más. Cuando llegó al linde del bosque se escondió detrás de la primera hilada de árboles, se agazapo y miro entre la maleza con detenimiento. Necesitaba saber quien le seguía y cuántos, para trazar el mejor plan de huida.

 

Estaba asustado y tembloroso. Miraba de hito en hito en todas direcciones, de izquierda a derecha y viceversa. Allí no había nadie. Nada se movía. La tensión cada vez era más palpable. Podía sentir que era observado, ¿o tal vez era su imaginación?, ¿Aquel arquero se habría escondido para rodearlo por dentro del bosque? Miro hacia atrás. Justo a su espalda, había una figura encapuchada. Hiko grito de terror. La figura le dio un duro golpe en el puente de la nariz con su arco y todo se fundió a negro.

 

 

 

 

 


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