Leyendas Muertas: capítulo 5: Flecha





Por alguna razón, el campamento de esclavistas era un hervidero de acero, perros y mercenarios. Los gritos, se elevaban, dando claras órdenes a los hombres y a sus bestias que ladraban mostrando sus fauces llenas de espumarajos. Aún tardó un buen rato en entender que sucedía, afino su buen oído de cazadora y pudo escuchar, desde lo alto del tejado a dos mercenarios discutir sobre algo de un esclavo que se había escapado, que había matado un capataz y que una cacería se ponía en marcha. No era que no se sintiera empatía con aquel esclavo, le esperaba un final siniestro y terriblemente agónico, pero a ella, le había venido de perlas aquella estupidez. Sobre el tejado que ella se encontraba, podía ver todo el campamento y las hileras de hombres dirigirse al sur, al norte y al oeste. Con sus pieles tatuadas y sus armaduras de cuero.
Aquel pobre esclavo iba a recibir un castigo ejemplar, eso, si no lo devoraban aquellos canes antes de que lo apresasen aquellas bestias. Por suerte, su color de piel, oscuro como un pozo, la dejaba en la parte del bando ganador. Y también en la parte de las bestias sanguinarias que querían dominar a todos los pueblos del Farlen. Aunque contra los khorentios, esos hombres de gran alzada, aún mayores aceros y una brutalidad sin igual no se lo pondrían fácil y ya ni hablar de los Dalerios, esos blancuzcos debiluchos que procreaban como malditos conejos. Tal vez ese era el secreto de crear una gran nación, follar sin desmedida y parir como animales de granja. Lo bien cierto era que, aunque sus ejércitos eran una puta mierda, su número, le daba casi siempre una amplia ventaja de cinco a uno en las escaramuzas que se habían llevado acabó en los últimos años.
Flecha, por lo contrario, no tenía ningún interés en la guerra o en conseguir más tierras. Ella se contentaba con las que tenía bajo sus pies. Un enclave donde podía llegar a tres minúsculos pueblos con poco esfuerzo. Y donde por suerte, en una noche de borrachera, conoció a un hombre de baja estofa, interesado en vender cualquier cosa de valor en las grandes ciudades. Y Flecha cuando no estaba cazando para vender pieles, bueno, se dedicaba a proveerle de material robado de los nobles del lugar.
El momento idóneo había llegado, era tal el caos, bajo ella, que nadie miraría hacia arriba. Ato rápidamente la soga a la chimenea y con su habitual agilidad, se descolgó hasta el balcón de la última planta. Con sigilo observó el interior de la estancia. Llevaba una semana olisqueando el lugar, aquella sala eran las habitaciones de la hija del líder del clan. Y hacia dos días, se había marchado en un carro, seguramente, a alguna ciudad a gastar el dinero de papá.
Entre abrió las hojas de las ventanas y se escurrió al interior como una serpiente del desierto, silenciosa y furtiva. De cuclillas fue recorriendo aquella sala llena de tesoros. Cepillos de nácar, espejos de cobre y hierro pulido, algún que otro majestuoso collar y varios abalorios que le darían un amplio beneficio. Eso, si conseguía salir de allí son que nadie la viese. En el centro de la estancia, una amplia cama con dosel era rodeada por una tupida malla de tela blanca que evitaba que aquella niña de papá le pícara algún insecto en sus plácidos sueños. Flecha se imaginó que debía ser dormir en algo así, así que tras una silenciosa carrera se lanzó sobre aquellas sábanas sedosas y aquel magnífico colchón de plumas de aves exóticas. Era tan cómoda, que incluso le dolía la espalda por la falta de costumbre. Nada que ver con el suelo frío o la incomodidad de una rama en sus noches de cacería. ¿Podría ella acostumbrarse a eso? A esa vida de privilegios. La respuesta era claramente, no. Ella había nacido para ser una cazadora pobre pero con una libertad que ni siquiera aquella niña mal criada podría soñar nunca. El arco y el carcaj se le clavaron en la espalda al hacer un esfuerzo sobre humano para salir de las zarpas de aquella enorme cama que la absorbía hacia el centro sin poder remediarlo. Entonces se dio cuenta de que la rodeaba el máximo silencio. Una vez más en cuclillas, se acercó al amplio ventanal por dónde había entrado. Allí no quedaba ya nadie. Todos los hombres del clan y sus mercenarios habían partido a la cacería. En el reflejo del vidrio, hacia dentro de la habitación, observó el brillo de una preciosa jarra de cobre. Un objeto bastante preciado. Sobretodo para las mujeres de las ciudades. Bajo ella, una palancana, del mismo material la abrazaba por su base. Aquello podía valer una fortuna.
Se acercó y se agachó para quedar a su altura en aquel extraño mueble de madera que solo servía para sostener dichos elementos. Con aquel mueble, sin duda, no podría llegar muy lejos, así que volvió ha abrir su zurrón y metió tanto la jarra como la palancana dentro, junto al resto de tesoros. En ese intervalo, la puerta de la estancia se abrió silenciosa. Una mujer Kanti, sin duda una esclava sirviente, la miro dando un pequeño grito de pánico. Sus ojos almendrados estaban llenos de tristeza y miedo, mucho miedo. Si Flecha se salía con la suya, aquella mujer sería arrojada a los perros, pero hacia ya demasiado tiempo que Flecha había descubierto, que cada cual, debía buscarse su suerte. Así que a toda velocidad salió al balcón, trepó por la cuerda y una vez llegado al tejado, escuchó la voz de alarma de la esclava a los pocos guardias que quedarán en la gran casa del jefe del clan. Miro hacia abajo y vio un rostro iracundo que enarbolaba una enorme cimitarra.
Mierda, pensó Flecha.
El hombre, que era todo músculos, comenzó a trepar por la soga a toda velocidad. Flecha sacó su machete dentado y serró la soga, cuando está se destenso, el grito apagado del guardia, sonó cada vez más lejano hasta que un sonido sordo y muy doloroso resonó amortiguado contra el suelo, tres pisos más abajo.
Flecha no titubeó, salió a la carrera y se fue descolgando de tejadillo en tejadillo hasta caer en el linde que separaba aquel enorme cuartel de un tupido bosque. Si corría lo suficiente, nadie sabría qué dirección habría tomado. Y si algo sabía hacer Flecha, sin duda era correr. Correr como el viento por aquellos lares. Internarse en la espesura del bosque y mimetizarse con su entorno. Y así hizo. Corrió tanto que sus piernas, entrenadas comenzaron a quejarse por el exceso de velocidad. Se agachó en silencio para ver si alguien la seguía. Cuando parecía que todo estaba en calma lo escucho. Alguien corría muy ligero tras sus pasos. Pudo ver a un hombre joven, que por su vestimenta, debía ser un correo, hombres livianos capaces de cubrir grandes distancias a la carrera. Flecha, como si esperara a una presa saco de su carcaj una de sus flechas, la coloco en la cuerda de su arco corto, robado hacia pocas semanas, y apunto al joven velocista. La flecha, paso raspando la oreja derecha del chico que bufo aún más iracundo.
Mierda, mierda, mierda.
Flecha retomo la carrera. Aquel bastardo la seguía de cerca, era bueno, muy bueno. A la carrera, Flecha soltó otra descarga que se clavó en un árbol a pocos centímetros de aquel hijo de puta con suerte. El joven gruñía maldiciones y obscenidades. En su mano, portaba un feo machete, capaz de cortar de un tajo una cabeza, y Flecha, corrió, para evitar comprobar si su filo era tan poderoso.
Flecha olisqueo el aire, olía a pinos y seguridad. Ningún mercenario había tomado aquella dirección. Si conseguía sacar suficiente ventaja, cruzaría el río y ni tan siquiera aquel velocista podría encontrarla jamás. Por si acaso, Flecha lanzó otra de sus flechas, silbando hacia su perseguidor, el muy hijo de puta rodó como un felino, esquivando el mástil y siguió corriendo tras una rápida voltereta. La verdad, es que aquello dejo fascinada a Flecha, a sus diecisiete años, ya comenzaba a tener ciertas debilidades por el sexo opuesto, y aquel corredor estaba muy bien trabajado con sus sudorosos músculos atléticos en tensión y aquella mirada taciturna tras unas pupilas tan azules como el océano en verano. O eso pensaba Flecha, que jamás había estado ante un océano, mar, o algo más grande que un lago. Aún así, algo en su interior se encendió llevando su mente a un sitio, donde no debería estar. No era momento de pensar en camastros o obscenidades cuando el hombre que te atrae, te sigue para rebanarte el gaznate.
Cuando su calenturienta mente volvió al bosque se vio saltando como un ágil ciervo sobre un pequeño lodazal. Cayó al otro lado y rodó para no frenar su marcha, debía de haber saltado más de seis metros, todo un logro. Con un poco de suerte, el joven guaperas se quedaría trabado en aquel terreno y dejaría de seguirla. Miro para atrás, el joven, salto, sin demasiada suerte y quedó atrapado muy cerca de la orilla, Flecha se detuvo apunto con su arco y miro a la cara aquel velocista. Debía de tener su edad, sus rasgos eran tan bellos que casi rozaban la feminidad. Sus ojos azules, la miraban asustados y redondos.
Joder es guapísimo, Flecha soltó la cuerda y el mástil salió a toda velocidad. Flecha no sabía si su propio subconsciente había evitado que matará a tan buen espécimen. Pero para sorpresa de ambos, Flecha error en su disparo, un disparo que jamás hubiese fallado en otra situación donde su propio cerebro le había jugado una mala pasada.
— La próxima vez no tendrás tanta suerte— advirtió Flecha antes de volver a correr a toda velocidad.
— Ni tú tampoco— contesto iracundo el guaperas que veía como su presa se internaba en el follaje y que, salvo un milagro, jamás volvería a encontrar su rastro.
Cuando Flecha usaba su habilidad para perderse en el bosque, ni tan siquiera un depredador podía encontrarla, Flecha se conocía de siempre, viviendo en el bosque. Su recuerdo más antiguo debía ser de los siete u ocho años. Justo el día que encontró, junto a un cuerpo dormido, un arco y unas flechas. En aquel momento pensó que si algo tan valioso se dejaba tan a la ligera, no lo echaría en falta su anterior y confiado dueño. Pronto descubrió que la gente, aprecia sus tesoros aún dejándolo a mano para unos pies ligeros. Desde entonces, había decidido que debía conocer su medio. Conocía aquel bosque, tras el río que separaba el campamento de esclavistas hasta las altas montañas del Norte como la palma de su mano. Y aunque hacía mucho, que sus manos estaban siempre arañadas y llenas de cortes, las conocía, creía ella a la perfección. Algún día, las tendría bien curradas y viviría una vida normal, con el dinero de sus trabajos.
Al cruzar el río, sintió el dulce frío de la libertad en sus piernas cansadas. Espero unos minutos, por si aquel semental la seguía, mientras imaginaba situaciones que una dama no debería imaginar, aunque si algo no era Flecha, era precisamente una dama. Tras esperar un largo rato, decidió que por desgracia para su libido, aquel velocista había desistido. Algo bastante común cuando tú rival, corre igual que tú y encima tiene un arco para partirte el pecho en dos. Y menudo pecho, volvió a pensar Flecha.
Una vez segura que su perseguidor no cruzaba el río, bajo el ritmo de su avance a un suave paseo, recogió bayas silvestres, escavó un par de raíces y trepó a varios frutales a coger unas buenas y rojas manzanas y dos enormes peras, verdes y acuosas. La noche comenzaba a caer cuando se descubrió sentada recordando aquel velocista. ¿Por qué de repente solo podía pensar en hombres? Siempre los había visto como animales, sucios y estúpidos, pero algunos… bueno parecían menos sucios y menos estúpidos últimamente.
Cuando llegó cerca del claro, donde hacía años, había lidiado con un gran oso pardo en una lucha épica a vida o muerte, estaba su reino, su cueva. Donde un pequeño manantial proveía de agua fresca y unas altas paredes de roca, una temperatura bastante agradable. No era fácil de encontrar. Sino hubiese sido un mal escondite.
En el centro del claro, había una pequeña charca, seguramente se nutria del mismo manantial, que el pequeño hilo de agua que caía dentro de su cueva. Si esperaba a que anocheciera, tal vez, aún se llevará una pequeña presa, para cenar carne fresca. Así que se sentó en su rama favorita y descanso, bien arropada por las frondosas ramas de aquel viejo pino.
Al anochecer la vida del bosque se transformó, donde antes sólo se respiraba paz, las pequeñas alimañas y bandadas de pájaros estaban nerviosos, algo se movía por el interior del bosque. Algo o alguien con un sentido pésimo del sigilo. ¿Aquel velocista sería capaz de haberla seguido hasta allí?, Si era así, está vez no herraría en su ataque.
En la oscuridad, y al otro lado del claro, Flecha detecto al invasor. Aunque por alguna razón, que Flecha no entendía, aquella sombra comenzó a cruzar el claro en cuclillas, para acabar reptando como si fuese una serpiente.
Será muy guapo, pero es un perfecto inútil.
Flecha decidida a acabar con aquel romance platónico, tenso su arco y disparó, fallando por escasos centímetros de su presa. La segunda, se quedó algo corta y aquella sombra, en vez de huir en dirección contraria a la arquera, comenzó a correr hacia ella. Las formas eran masculinas, de eso no cabía duda. Su cerebro esclarecía aquellos fallos en su visión por culpa de la oscuridad. Era un hombre, tal vez más delgaducho de lo normal, liguero de ropa y de cerebro, pues tras una larga carrera, acabo justo bajo sus pies.
No me jodas, susurro Flecha, aquel bastardo era el esclavo desaparecido y si no lo sacaba cuanto antes del cielo abierto, sería como marcar con una cruz donde se alojaba ella. Salto a su espalda, estaba destrozada, o eso le decía el hedor a sangre. El joven se giró sorprendido y Flecha, con todas sus fuerzas le golpeó la cara con su arco dejándolo inconsciente.
Para ser tan delgaducho, pesaba lo suyo, no fue fácil meterlo en la cueva, ni tumbarlo en su camastro de hojas. Comenzó a atarle, no tenía pinta de ser demasiado peligroso, su espada estaba en carne viva. Llena de laceraciones y viejas cicatrices muy feas. Aquel chico debía de haber pasado un infierno. No podía dejarlo así. Busco entre sus cosas y cogió algunas hojas curativas. Con una vieja esponja limpio la sangre reseca de su espalda, intentando no hacer daño al chico, parecía que empezaba a tener fiebre. Si no era rápida, moriría. Así que, con todas sus habilidades y remedios, se puso mano a la obra. Zurció todas las heridas que pudo. Desinfecto, tanto como aquellas hojas le permitieron y tras salir varias veces en busca de más plantas medicinales, le coloco un emplaste sanador y cubrió toda su espalda con unas antiguas vendas limpias. El joven, aún inconsciente pareció mejorar levemente. Por lo menos ya no sangraba. Flecha, que apretaba con fuerza aquel débil chico, descubrió, que, para ser un esclavo, tampoco estaba del todo mal. Aquellos ojos almendrados y tan diferentes de los suyos, eran bastante atractivos en aquella cara de rasgos finos. Flecha decidió que una buena ducha de agua fría no le vendría nada mal.

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