Cuento de Halloween: El Oscuro





Me encuentro en mi ansiado final, mañana, con las primeras luces, me colgarán y todo este infierno acabará para mí. Solo le ruego a Dios, que esta vez, sea para el resto de la eternidad.

Tres años antes:

Me encontraba en un buen momento, la empresa de mi familia rebosaba de faena. La ciudad crecía y las aserradoras no se detenían salvo que el disco de corte tuviese algún problema o falta de filo. Mis veinte trabajadores faenaban frenéticos, también era cierto que jamás escatimé un centavo para su comodidad o su paga. Algunos otros empresarios me decían que estaba loco, que llevaría a la quiebra la empresa con aquellos sueldos. Pero según decía mi padre, si uno quiere que sus trabajadores sean rentables, deben estar felices de trabajar para su jefe. Y yo, había llevado esa filosofía un poco más arriba, con la última subida.

Bien era cierto que mis ingresos habían decaído un tanto, pero aún así, cada semana ganaba una pequeña fortuna. Y teniendo en cuenta lo que decía mi abuelo, el fundador de La Serrería; cuando uno se va al hoyo, solo se lleva la piel y los huesos. Así que me era suficiente.

Aquella mañana de Noviembre, era bastante húmeda, la niebla atestaba las calles del pueblo. Desde mi ventana, podía ver toda su extensión, ya que la mansión familiar se aposentaba sobre un pequeño cerro que la familia había urbanizado. Aunque aquella mansión superaba los tres mil metros cuadrados, yo no hacía uso de todos ellos. A fin de tener tan solo dos sirvientas y un mayordomo, las dos alas más amplías se mantenía cerradas al uso. Me sentía más cómodo con aquella humilde morada de no más de seiscientos metros donde se encontraba todo lo necesario para la vida cotidiana de un soltero y el servicio. Algo que, al resto de los adinerados, le parecía insultante. Muchos pensaban que eras lo que la gente veía de ti, pero la realidad, es que uno es justo lo que los demás no ven. Se decía que la integridad se demostraba cuando actuabas de la manera correcta, aunque nadie te mirase, pero la mente humana estaba llena de esas tonterías hipócritas. Ya que nadie, en la más absoluta intimidad, actúa como lo haría rodeado de sus semejantes.

John, el mayordomo, había dejado en el Galán de noche mi traje preferido. De corte recto y cómodo, nada que ver con los trajes estirados y sosos del resto de empresarios chapados a la antigua. Estaba mal decirlo, pero me quedaba como un guante y muchas damas opinaban de la misma manera.

El carruaje me esperaba frente a las puertas. Siempre tan puntual como un maldito reloj suizo, en ocasiones llegue a pensar que aquel chófer dormía allí mismo, ya que en mi horario no había demasiada rutina. Algunas noches el alcohol y las drogas me embarcaban en viajes hasta altas horas de la noche. Como ya he dicho, nadie es como aparenta ser en sociedad. Y en mi caso, era un hombre pulcramente ejemplar.

El cochero me dirigió al puerto, allí había llegado un cargamento de maderas tropicales y debía conseguir unos precios justos antes de que otro empresario les pusiese las manos encima. También era cierto que yo era la primera opción de todo patrón, ya que tampoco apretaba demasiado en los precios. Pero se decía que aquel barco traía también una antigualla, algo que sin duda no podía dejar escapar. No era un hombre derrochador, pero si que me gustaba coleccionar objetos de tierras lejanas y cuán más antiguos y extraños mejor. Y según mis informaciones, aquello tenía de sobra de ambas cosas.

Aunque el alcalde había salido elegido por asegurar que mejoraría el firme de toda la ciudad, la verdad, es que el puerto y las calles colindantes aún eran un barrizal. Las calles adoquinadas solo cubrían las partes ricas de la ciudad. Algo bastante inusual, ya que sus votantes, ni de lejos vivían en aquellas zonas. Pero así es la política, mentir a los necesitados para favorecer a los más ricos.

El Tronco de Sumatra era un carguero al uso. Su viejo cascarón necesitaba un buen calafateado. La tripulación, de todas partes del mundo era escasa y de cuerpos raquíticos. En cambio, el Capitán Martell, lucia una tremenda panza y una papada que se agitaba cada que vez el hombre hablaba.

En el foso de carga me mostró un sarcófago. No parecía egipcio, o por lo menos yo jamás había visto nada igual. Era de madera de ébano. Sin más decorados o filigranas que unas extrañas runas grabadas en sus laterales. Tal vez fuese incluso más antiguo. No era un gran trabajo de ebanistería, era tosco, desigual y por su contra, de una dureza imposible para la madera. Tal vez podría encontrar una forma de endurecer mis productos si los químicos de La Serrería descubrían el secreto de aquel sarcófago.

Era algo tan inusual, que no pude más que pagar una pequeña fortuna por él, un grupo de porteadores, lo llevaron a mi mansión. Al terminar con todos los tratos restantes volví a casa para recrearme en mi nueva adquisición. Estaba ansioso por descubrir su ubicación o su antigüedad y para eso tenía a la persona más cualificada del país. La directora del museo era una joven erudita que decían, tenía la mente más brillante de la época y yo podía asegurar que también tenía sobrada fogosidad en nuestros encuentros nocturnos.

Alice era una joven curvilínea, de rasgos redondeados y que emanaban una dulzura encantadora. De labios carnosos y mirada inteligente, seguramente por eso me gustaba tanto. Las mujeres de cabeza simple no me llamaban la atención. Ya que solo eran cuerpos sin más, y para un rato de lujuria podían servir. Pero yo buscaba algo más en mis relaciones: conversaciones, paseos por el jardín, cosas que otros hombres veían como una absoluta debilidad. Y tal vez lo fuese, por qué cuando ella subió al carruaje, portando su habitual maletín de cuero, el corazón se me desbocó, como solía hacer en su presencia.

Alice, en su papel de erudita, dio un simple buenos días y sacó varios papeles de su maletín. Allí me enseñó diferentes caligrafías y algunos tipos de runas. Yo opte por el parecido a las segundas, algo que iluminó sus ojos, aunque aquél brillo no podía compararse al que anegó todo su rostro al ver el objeto en medio de mi salón de baile. Que desde hacía años, había decidido usarlo para guardar mi amplia colección.

Tras un refrigerio, Alice comenzó a danzar alrededor del sarcófago. Su sonrisa llenaba la sala al completo. Yo la miraba embobado, si en algún momento decidiese casarme, sin duda la cortejaría a ella. Eso, si ella, una alma muy similar a la mía, decidía unirse en matrimonio. Tras varias horas de pruebas químicas, ideas anotadas en su cuadernillo y muchas hipótesis que parecían no convencerla, declaró que se trataba de algo muy antiguo, proveniente de las épocas de los sumerios. Aunque aseguraba no entender cómo habían conseguido aquella dureza en los materiales, y según me relataba, aquellos símbolos eran sellos. Uno por cada elemento: Aire, Fuego, Agua y Tierra. Magia antigua y según Alice, poderosa, si es que aún se creía alguien que aquellas cosas fuesen ciertas. Otra, más extraña era una advertencia, pero Alice no fue capaz de descifrar su significado exacto, en sus apuntes del idioma, había similares, todas alertando de la muerte, pero esta era más intrincada, más trabajada, incluso podría pensarse que habían varias unas superpuestas encima de otras.

La tapa estaba sellada y aunque intenté abrirla con la punta de mi mejor espada decorativa, que era de buen acero, no le hice ni mella. Alice paso la noche tomando medidas, usando un extraño artefacto, que, si os soy sincero, jamás supe para que servía. Yo la observaba danzar, estaba radiante, eufórica. Según ella, rompía ciertas normas de la física. Por primera vez, algo en ella me dejó algo tocado. Habló de magia, como única posibilidad para aquella situación. Por supuesto no me convenció, la magia es cosa de niños y cuentos ñoños, en el mundo real, toda esa parafernalia de caballos con cuernos y duendes con cofres de oro, eran una auténtica locura.

Después de aquello me vi en la obligación de despedir gentilmente a la joven, poniendo escusas sobre mis negocios al amanecer.

En aquellas horas que pasé hasta el medio día, durmiendo, las pesadillas me asediaron. Los sudores fríos, el pecho agitado, la luz del sol me molestaba. Lo achaqué al exceso de vino antes de despedir a aquella chiflada.

Aquel día fue largo y pesado, estaba cansado, no me encontraba demasiado bien. Así que aceleré mis quehaceres cotidianos y me recluí en mi alcoba. El mayordomo me sirvió una gratificante cena en una bandeja de desayuno. Y se marchó a buscar al médico. Ya que la salud, era fructífera en mi, debido al ejercicio físico que mantenía con mis clases de esgrima y de atletismo.

El médico, tras auscultarme, dictaminó que mi salud era envidiable, que aquél mal que me aquejaba bien podría ser un virus o un pequeño resfriado. Aunque él, no encontró evidencia de ello. La noche, no fue a mejor. Aquellas pesadillas me consumía en las horas que dormitaba, y al despertar, pensamientos oscuros me concomían las entrañas.

Durante una semana, mi estado no mejoro. Llevando conmigo, a John y las sirvientas. Debía de ser alguna enfermedad viral. Debido a mi status, el hospital, mandó varias voluntarias a darnos cuidado. Eran cuatro jóvenes encantadoras, trabajadoras y bastante tenaces, lo suficiente como para domar mis esfuerzos por salir de mi lecho y continuar con mis labores. A la semana todo se acabó, si yo fuese un chiflado, acuñaría la frase; como por arte de magia.

Mientras me preparaba para reanudar mis negocios, desayunando, escuché un grito de John, en ropa interior y para sorpresa de todos los presentes, me presenté en el salón de baile casi en cueros, algo que por supuesto nadie recriminó. El sarcófago estaba abierto, no había señales de que lo hubiesen forzado. Y mucho menos del difunto que debía estar momificado en su interior. Habíamos sufrido un robo en nuestro tiempo de incapacidad. El servicio llamó a la policía que acudió, a galope tendido sobre sus carruajes.

Durante horas inspeccionaron la sala y el resto de la mansión, o por lo menos, aquellas partes que permanecían abiertas, no encontraron indicio alguno de que los asaltantes hubiesen irrumpido de manera violenta por alguna de las ventanas o puertas al jardín. La seguridad de la mansión era una de mis prioridades, y cuando una ventana era cerrada, solo había una forma de abrirla y era rompiendo el cristal con el sonido que ello conllevaba.

Cuando la policía se marchó, sin averiguar que había sucedido, John y yo, armados con dos florines de entrenamiento, nos aseguramos de que el resto de la mansión estuviese sellada a cal y canto, como yo había ordenado al servicio. Y así era. Las grandes ventanas estaban selladas con las contra ventanas de hierro y sus postigos, permanecían intactos. Las chimeneas eran demasiado estrechas para que ningún contorsionista tuviese acceso por ellas. Así, que volviendo sobre nuestros pasos, volvimos a encerrar en las sombras todas aquellas recargadas salas. En consecuencia solo quedaba una opción clara. Las voluntarias, que tan bien nos habían cuidado, debían ser parte de aquella conspiración. Así que me presenté en la comisaría, para exponer mi hipótesis al Comisario.

Una hora después, engrilletadas, pasaban ante mi camino de los calabozos. Pero sus tristes ojos, algunos amoratados, me decían que aquello había sido un error. Al día siguiente, serían llevadas al pabellón de interrogatorios y la verdad, saldría a la luz. Solo esperaba haber echo lo correcto, ya que aquellas jóvenes, sin duda sufrirían la embestida del comisario y sus interrogatorios. Dada mi posición, no escatimarían en esfuerzos por sacarles hasta la última palabra de sus bocas.

Cabizbajo me marché a mi casa. Tantas desventuras juntas no podían ser casualidad. Mi galopante enfermedad, el robo a una de las mansiones más importantes y seguras de la ciudad. Aquellas pesadillas monstruosas llenas de muerte y sangre.

Dos días después un agente de la ley se presentó en mi puerta, el Comisario deseaba que las detenidas le diesen la versión de los hechos en el lugar de los autos. Unas horas después, y aunque me habían dado la opción de no estar presentes, varios carruajes se detuvieron en la entrada. El Comisario y tres guardias, acompañaban a un grupo de mujeres con la cabeza tapada con sacos. Al liberarlas en el interior, casi no las reconocí, los moretones de sus rostros, sus cabellos cortados hasta la raíz. Sus uñas ensangrentadas y sus rostros desfigurados por los dolores, no se parecían en nada a aquellas jóvenes tan hermosas. Mucho debía equivocarme, pero estaba seguro de que aquellas jóvenes habían sido torturadas tan solo por la hipótesis que yo había presentado. Me había convertido en aquello que tanto temía. Ahora yo era cómplice de su dolor.

Durante la recreación y explicación de lo sucedido, yo mismo encontré multitud de lagunas, aseguraban ser culpables, haber abierto el sarcófago y haberse llevado el cadáver. Algo que tras mi intento con aquella espada, entendí a todas luces la falsedad de sus palabras. Pero en sus ojos veía el odio hacia mi. Sus mentiras eran evidentes, pero cuando a uno lo tienen retenido y torturado, dice lo que sea para que todo ese dolor acabe cuanto antes. En ese mismo momento, entendí que mi arrogancia intelectual, le había costado la vida a aquellas jóvenes, que tras presentar sus documentos de culpabilidad, serían ahorcadas al día siguiente. En esos casos, no hacia falta un juicio, ya que el culpable reconocía su culpa y su condena.

Cuán fue mi desazón al ver pendular aquellos cuatro cuerpos de las sogas. Cuatro vidas segadas entre una multitud enfurecida y acusatoria. Cómo habían sufrido la mayor humillación al ser presentadas desnudas y llenas de cardenales ante aquella jadeante turba. Como a cada segundo, sus muertes, recaían sobre mis hombros. Y para mayor desolación, el caso cerrado no me daba respuesta alguna.

Tras una semana de excesos, recobré la voluntad de seguir adelante. John había contratado una docena de hombres, mercenarios, para que la mansión volviese a estar protegida. Aunque aquello me hacía sentir aún más en peligro, no pude sino aceptar su presencia. Los autores del robo seguían sueltos. Lo sabía en lo más profundo de mis entrañas, y si habían salido ilesos tras el robo, era muy posible que volviesen a probar suerte. Pero había algo que no llegaba a entender, ¿para que robar el cadáver? Sin duda el objeto de mayor valor era el sarcófago en si.

Durante un mes, todo volvió a la normalidad, mis negocios tardaron en recuperarse, pero con ayuda de mis trabajadores, nos aseguramos de seguir estando en la brecha. Los negocios volvieron a su cauce y yo, casi había superado mi actuación en todo aquel trance de las jóvenes ahorcadas, a fin de cuentas, mi culpabilidad casi era legítima y ya no podía hacer nada por ellas. Tampoco es que yo fuese el torturador. O eso quería pensar. Ni tampoco el verdugo que estiró sin escrúpulos de la palanca de las trampillas.

Alice se presentó una tarde en la puerta de la mansión, su uniforme de directora y su maletín, dejaban claro que no era una visita de placer. Aunque debo confesar, que después de sus hipótesis, había ido decayendo mi entusiasmo por ella. Pero al verla entrar, con el ceño fruncido me desarmó. ¿Acaso yo podía negar que aquello era todo un misterio? ¿Tenía yo, después de cavar cuatro tumbas, la superioridad intelectual para juzgar a una personalidad como ella?

La acompañé a la sala de baile, mi entusiasmo se había vuelto a encender como una ascua sobre un tronco seco. Aquella versión erudita de Alice me daba un toque de morbosidad. La imaginé semidesnuda mientras yacía a horcajadas sobre ella, encima del sarcófago, que en ese momento se encontraba cerrado. Mi mente se sacudió, pero no podía detenerme, mis manos nerviosas la sujetaban por el cuello, ella, hacía rato ya no parecía disfrutar. Sus ojos se salían de sus cuencas, pero yo no cejaba en mi agarre. Al culminar mi coito, ella yacía muerta, asfixiada. Aquello me llenó de náuseas, me sentía un asesino de naturaleza perturbadora. Estaba soñando, aquello, no podía ser real. Me acerqué a la chimenea y cargado de culpa cogí una daga de ceremonias. La apreté contra mi cuello, y cargado con la culpa de cinco muertes serré mi gaznate, el dolor fue intenso, el calor de la sangre tardó poco en mojar mi pecho, el aire no tenía forma de entrar. El pecho me ardía, gorgoreaba, la sangre manchaba las paredes y los cuadros, caí de rodillas, me agarré el cuello y caí hacia delante. Mi cuerpo convulsionaba, mi boca, tragaba sangre del enorme charco que yo mismo emanaba. Sentí un dolor en el pecho y mi corazón no pudo aguantar. Todo se volvió negro. Todo había acabado para mí.

Cuando volví en mí, Alice no estaba por ninguna parte, debía de haberme quedado dormido mientras ella hacía sus averiguaciones, como solía hacer en las noches de pasión, se marchaba sin tan siquiera despertarme. Aquellas pesadillas habían vuelto. Si no fuese, por la pulcritud del lugar. Hubiese pensado que aquella en especial era completamente real. Me serví una copa de vino y un grueso puro y me senté nuevamente en el sillón. ¿Qué coño me estaba pasando? ¿Por qué mi mente me torturaba en los sueños?...

Dos días después, John sufrió un pequeño accidente, su brazo había quedado malherido tras un resbalón, lo portaba en cabestrillo, así que tras una dura selección, un joven acabó contratado como su ayudante, ya que se negaba a hacer gala de su baja médica. Sandwell era un joven elegante y de buenos modales. Descubrí en él un verdadero rival en mis clases de esgrima. A demás de ser un joven de una belleza cautivadora. Estaba en forma, más que yo y parecía no sufrir el cansancio en los entrenamientos. Creó tan buena impresión en mi, que cambié su contrato eventual, por uno fijo, haciéndolo así, de mi pequeño servicio. En su tiempo libre, devoraba los libros de mi extensa librería. Tenía miles de preguntas que yo, respondía mientras compartíamos buenos caldos y mejores puros. Yo tenía un cariño incondicional por John, el hombre que prácticamente había ejercido de padre para mí, pero el tener a un joven inteligente, de mi misma edad allí, me hacía sentirme de maravilla.

Una cosa llevó a la otra y aparte de mis libros, también devoró mi cuerpo entre mis sábanas. Me tenía encandilado, aunque como era normal, nuestro secreto debía de sellarse en confianza. Ahora, aquel joven tenía cierto poder sobre mi, ya que si esa información saliese a la luz, en un mundo tan obtuso como el de los negocios, perdería mi reputación y seguramente mi fortuna. Jamás salió de su boca tal amenaza, pero si yo no lo tuviese en cuenta, estaría faltando el respeto a mí supuesta inteligencia. Por mi mente pasaron todo tipo de ideas, desde regalarle un viaje al confín del mundo para abandonarlo allí, o para mí pesar, ebrio, llegue a pensar en contratar a algún matón que me deshiciese del entuerto de manera limpia y permanente.

Una noche, extasiado por el uso del peyote, que conseguía en el mercado negro, aquellos pensamientos me atraparon mientras ascendía y descendía del cielo al infierno. Sandwell jugueteaba con un bastón, en su interior, escondía un sable. Un arma para caballeros. Mi primer impulso fue pedírselo, rebanarle la cabeza de un tajo limpio y esconder el cuerpo en algún lugar solitario de mi jardín. Pero para mi sorpresa, su rostro se afeó de manera funesta. Las drogas jugaban con mi imaginación. Como alguien tan bello podía mostrar la cara del mismísimo diablo. Su sonrisa se ladeó, comenzó a carcajear de manera teatral, giró el resorte de la empuñadura y con un tajo limpio, segó mi cabeza que rodó por la alfombra. Pude ver su rostro desde el suelo, su cara era terrorífica. Todo se volvió negro.

Desperté de un salto, sujetando mi gaznate, mirando mis dedos en busca de sangre. Pero allí solo había sudor, a mi lado, el joven dormía con parte de su musculada espalda hacia mi, eran unas vistas preciosas. Pero no tenía tiempo que perder, tenía que salir a ver el sol, a respirar aire puro, mi corazón latía desbocado. Era la segunda vez que moría en sueños, y todos habían sido angustiosamente reales. El sol calentó mi rostro al salir al balcón. La brisa refrescó mi piel sudada. ¿Qué demonios me sucedía?

Gracias a algunas amistades en el campo de la medicina, conseguí drogas para mantenerme despierto, tenía pánico a caer dormido. Las pesadillas se habían multiplicado. De una forma u otra, mi final había sido horrible, desde caer al vacío, o arder hasta las cenizas.

Decidí consumir drogas que me recetaron varios médicos a la vez, todos ellos grandes amigos, por supuesto, ninguno de ellos imaginaba que yo fuese a conseguir un cargamento de tal magnitud.

El problema de no dormir, era que tu mente se iba adormeciendo, primero eran picores en los ojos y sequedad en las retinas, después, la mente parece ralentizarse. Al final, las alucinaciones te llevan a un punto muerto dónde estás, pero simplemente no sientes nada. Fue gracias a John, que dejé aquellas drogas. Sea dicho, el mono, me llevó a las horas más bajas de mi ser. Donde mi mentor y amigo, se comportó una vez más a la altura de la situación ayudado por los mismos médicos a los que había estafado. Su anonimato, fue crucial para mí.

Tras salir del abismo de mi mente, intenté volver a la normalidad. Mis continuas ausencias comenzaban a pasar factura a la empresa familiar. El gerente, echaba humo por las orejas. Necesitaban materia prima. Así que me dirigí al puerto, en busca de algún mercante. Para mi sorpresa, El Tronco de Sumatra se encontraba en el dique seco, bajo su quilla, el Capitán Martell, borracho y andrajoso, levantaba una botella vacía mientras cantaba canciones marinas.

Primero me miró con odio, después, su mirada quedó clavada en su antiguo barco. Su historia era de lo más peliaguda. Los cuatro porteadores, que habían acercado a mi mansión el sarcófago, nunca habían vuelto. Dos días después, unas extrañas fiebres acabaron con el resto de la tripulación. Y para colmo de males, El Tronco de Sumatra había recibido el impacto de un rayo decapitando sus dos mástiles. Aquel hombre se había buscado la ruina. Y tras relatarme su estado de constantes pesadillas, me suplicó que cortase los cabos que sujetaban el barco, y lo aplastará con su propia ruina.

Me marché a toda velocidad, solo Dios sabe, si hubiese sido capaz de aquella barbarie. Pero mi mente aún no estaba al cien por cien. Las pesadillas de esa noche me torcieron el estómago. Me encontraba de nuevo en el muelle, escuchando las súplicas de aquél pobre hombre. Pero en esa realidad, si dejaba caer lentamente el carguero sobre aquel tipo. Usando las poleas de manera siniestra, centímetro a centímetro, oyendo los gritos de sufrimiento de aquel hombre, que notaba como los huesos de su cuerpo se iban pariendo y saliéndose por cualquier parte de su piel. La sangre lo encharcó todo y cuando aprecié que su vida se iba, solté el barco y se desmoronó por su propio peso sepultando al torturado Capitán.

En algún momento de aquella noche, algún desalmado escuchó los gritos desesperados de Martell, ya que en el periódico local venía este enunciado: Anónimo Muere aplastado por El Tronco de Sumatra, el estado del cuerpo es irreconocible, se busca al Capitán Martell por posible delito contra la aseguradora. Al parecer, los cabos que sujetaban el carguero fueron manipulados.

Ese día no salí de mi despacho, no comí, ni tampoco cené. ¿Qué estaba sucediendo? En aquel diario venían muchas desapariciones misteriosas. El alcalde había tenido que dotar de más recursos al Comisario. Al parecer, un sicópata andaba suelto. No dejaba pistas. Y sus víctimas nunca volvían a aparecer. Por suerte mi mansión era el sitio más seguro de la ciudad. Mi pequeño ejército personal, custodiaba día y noche mi seguridad. Desde ese momento, decidí que tres de ellos me acompañaran a cualquier sitio que fuese.

Las pesadillas seguían su ciclo destructivo, pero para más dolor, Sandwell, salía en ellas. Hubiese deseado que su cordura evitara que masacrara a todas aquellas personas que veía. Rostros que en algunos casos me parecían conocidos. Pero su papel era más violento. Era mi ayudante en todo aquel funesto asunto. Solo que en su bello rostro, yo solo veía muecas de felicidad y regocijó. Su imagen proyectada por mi mente disfrutaba torturando y golpeando a aquellos infelices. La escala de violencia ascendía de manera dramática , los demonios más oscuros de mi alma, me hacían observar como mis manos ejercían todo tipo de atrocidades. Ya no sólo asesinaba de manera despiadada. Si no que retenía a mis víctimas, las desollaba, les cortaba pequeñas porciones de su cuerpo. Al despertar, solía vomitar convulsivamente. Durante el día, mi subconsciente se encargaba de traerme de vuelta los gritos, las súplicas, la sangre que goteaba de mis manos. Y cuando la barbarie superó todo límite, mis pesadillas sumaron un nivel más de crueldad. Todo aquello que yo hacía a aquellas personas. Sandwell me lo ejercía después a mi. Pero algo había cambiado. Había algo en aquello que he de reconocer empezó a darme cierto placer. El poder hacer cualquier cosa en aquellos sueños lúcidos me embriagaba. Comencé a disfrutar de aquellas torturas. Mi lado más oscuro brillaba, y aunque durante meses, cada noche soñaba que moría de maneras completamente atroces, comencé a desear que llegara el momento de acostarme.

Mi control en los sueños era envidiable. Fue entonces cuando comencé a seleccionar a mis víctimas. Todos tenemos a esas personas que en algún momento nos han agraviado. Tras varias semanas deleitándome con su sangre, comencé hacer gala de mi estupenda memoria. Me dirigía a lugares de baja estofa, recordaba rostros, voces y al anochecer. Deshacía sus cuerpos con precisión quirúrgica.

Pocas veces leía el diario, mi tiempo estaba copado de día por los negocios monetarios y de noche, por los negocios sangrientos. Pero en los pocos casos que leía alguna portada. El mal seguía extendiéndose por la ciudad. Las desapariciones se habían multiplicado, y en el último titular, un médico aseguraba que una extraña enfermedad se extendía por los barrios pobres. Fiebres, alucinaciones y la mayoría, tras quedar sus mentes enfermas, optaban por el suicidio.

Mi carácter alegre, fue metamorfoseándose en taciturno y en ocasiones explosivo. Mi yo nocturno parecía ganar terreno en mi vida cotidiana. El pobre de John ya no sabía cómo actuar, se preocupaba por mi salud y yo, cada vez le trataba de una manera menos respetuosa.

Enfurruñado, esa noche decidí usar a mi servicio como personajes para mis sueños. No los odiaba, ni mucho menos, pero últimamente se metían demasiado en mi vida. ¿Qué derecho tenía el servicio a juzgarme? Obligué a ambas mujeres a ver cómo despedazaba a John, cada vez la lucidez de mis ensoñaciones era mayor. Después de muchas preguntas, pude reconocer el lugar donde llevaba acabo mis trabajos de tortura. Aquella Sala, que mi mente traía ha mi, se encontraba en el sótano de mi mansión. Era una sala que muy pocos conocían, de echo, creo que salvo mi abuelo, que me la había enseñado, nadie sabía de su localización. El acceso era tras una amplia estantería que ocultaba una puerta de acero, el mobiliario, se movía gracias a unos resortes intrincados en la misma estantería, con un orden específico. Nunca supe por qué mi abuelo, tenía una sala así, seguramente el bueno de Alan, escondía algún turbio negocio de contrabando. Hacía más de diez años que no había vuelto a aquel lugar. Ya que, al cambiar parte de los jardines, las escuetas ventanas de aquellos corredores habían quedado cegadas dejando aquel lugar en la más absoluta oscuridad. No acabe allí, obligué a destripar a la sirvienta por mano de la cocinera. Que le suplicaba perdón mientras la otra joven agonizaba vomitando sangre. No fue rápido, no lo deseaba. La obligué a ir cortando lentamente, y cuando la joven tuvo el vientre abierto, obligué a la cocinera a comer sus intestinos. La sirvienta murió al rato, entre el más absoluto dolor. Su corazón debió fallar, o talvez la ausencia de sangre en su interior. Sandwell sentado en una silla, observaba con gran disfrute. Tras una doble violación, desollé, golpeé y queme a la mujer. Cuán más brutal eran sus finales. Más placer parecía darme. Y aunque después yo sufría sus mismos finales. Llegue a un punto en el que todo aquel dolor me proporcionaba aún más placer.

Al día siguiente, sobre mi mesa, había tres escritos. Mi servicio al completo, había decidido marcharse de mi círculo. Aseguraban que ya no soportaban mi actitud. Mis excentricidades. Me habían abandonado. La mansión era un lugar oscuro sin su compañía, las horas me devoraba. De día, planeando mi siguiente actuación. Entonces la vi. Una carta de los juzgados. Debido a mi entretenimiento había dejado completamente de lado mi empresa. Aquella carta me desahuciada del solar donde tres generaciones antes habían levantado un imperio. Mis hombres llevaban dos meses sin cobrar y también habían denunciado aquella situación, mis cuentas estaban embargadas. Todo por lo que había luchado se caía como un castillo de naipes ante mi rostro. ¿Cómo podía haber olvidado mis obligaciones? Solo deseaba dormir. Asesinar, disfrutar aquél placer tan intenso.

En los diarios, las muertes se agolpaban en las calles pobres, los cuerpos se incineraban por falta de enterradores, aquella ciudad se hundía junto a mi. La enfermedad había saltado ya a barrios burgueses. Nadie sabía cómo o de dónde había aparecido aquella letal enfermedad. Los desaparecidos se contaban por cientos.

Tras un mes recluido en mi mansión, el dinero en efectivo para pagar a mí seguridad se acabó y ellos se fueron sin más consideraciones. Estaba sólo, pero aún me quedaba el placer de dormir. Disfruté haciendo sufrir a aquellos bastardos desconsiderados. ¿Cómo osaban dejarme solo?, ¿a mí?

En mitad de la noche sonó la campana de la puerta principal, algo que solía ocuparse John, pero que ahora debía hacer yo. En la puerta se encontraba un regimiento de hombres armados, todos con el distintivo de la policía, multitud de perros que enfurecidos escupían babas por su boca.

El Comisario me estampó contra la puerta y me engrilletó. Yo no entendía nada, era pobre pero no un delincuente. Le maldije continuadas veces. Cada grupo de perros, se dirigió junto a su adiestrador a diferentes lugares de mi mansión. Me vi obligado bajo firma del juez a ir abriendo todas las salas de mi hogar. Mi estómago se quebró. Los cadáveres se agolpaban por las esquinas, mutilados, torturados y medio quemados. Eran cientos de cuerpos en descomposición, con sus rostros hinchados o mostrando sus huesos o músculos seccionados. Sus cuerpos desechos, algunos claramente devorados. Entonces todo en mi mente pareció recobrar su cordura. Jamás había tenido pesadillas. Yo era la pesadilla. Mi mente actuaba a mis espaldas. Tenía una doble vida y para mí más absoluta vergüenza. Disfrutaba más de aquella no permitida. Aunque también entendía que aquello debía terminar. Que mi vida debía terminar por el bien de todos.

Lo peor fue ver a Alice, su cuerpo casi intacto, yacía dentro del sarcófago. Las marcas de estrangulamiento eran evidentes. Había matado al único ser que me importaba, la había violado y golpeado.

Esa noche me encontraba en el calabozo, amordazado, como si yo, fuese una bestia, un animal. Con las primeras luces, me colgarían. Me había convertido en un ser despreciable. Solo esperaba que al morir al alba. No volviese a despertarme nunca más.

Esa noche, Sandwell me visitó en sueños. Él había sido el artífice de todo aquello. Él era el ser que atrapaba aquél sarcófago y yo, lo había liberado de su cárcel. Y como premio, él me había llevado a la mía.


Comentarios

Publicar un comentario