La Gran batalla. acto 1⁰ escena 1⁰: La reina Glaciela



Acto 1⁰

Apoye mi mano temblorosa en él vierte aguas de la ventana. Con la otra, tapaba el estupor de mis labios, al ver, lo que se acercaba por el Norte. Los dados del destino estaban echados. Salvo un milagro, mi fortaleza sería tomada a la fuerza.

El General Madox, había expresado, más de mil veces, que debía haberme marchado hacía ya varias jornadas. Según decía, era más importante mi corona, que mi reino. El cual, antes o después sería reconstruido. Pero, ¿Cómo iba yo, su reina, ha abandonar a mi pueblo a su suerte?. El destino nos había unido y si ese, era el designio de los dioses, mi máxima, era compartir su destino.

Tras de mí, la guardia real formaba impasible a ambos lados de mis aposentos. Mis más leales guerreras. Todas ellas, tan capaces como diez hombres, tan valientes como mil ejércitos y con la destreza de los mayores héroes de épocas ya olvidadas, ni tan siquiera pestañeaban. Prestas, como siempre a dar su vida por mi.

— Mi señora, es la hora.

Gala, la comandante de la guardia, ceñía las cinchas de mi armadura. Su rostro era duro, angular, su pelo, era tan corto como el de cualquier recluta, en otro tiempo había lucido del color del trigo en recogida, dorado y brillante. Ahora, pasando los cuarenta, ambas lucíamos canas. Sus ojos azules, fríos como un glaciar, me solían tranquilizar en tiempo complicados. Su consejo, tan sabio como valiente, me habían llevado hasta ese momento. El momento, donde tendríamos que demostrar de que argamasa estábamos hechos los Mercitos. Esos bastardos, no ganarían la batalla sin que sus filas quedarán diezmadas.

— Mi señora, no ha habido respuesta…

Esos malditos cobardes, los maldije mil veces, mil vidas. Yo, el escudo de la civilización, sería destruido, y con mi muerte. Estos engendros, devorarían sus cobardes corazones.

Engalanada con mi armadura dorada, salí, hondeando mi capa blanca, pasillo abajo. Mi docena, como yo solía denominar, marcaban el paso con sus botas de metal. Los soldados, que corrían de un lado a otro, preparando las defensas, se detenían, firmes, y me saludaban, honorablemente con sus cabezas gachas. Todos y cada uno de ellos, habían demostrado su lealtad, al no salir huyendo del barco a punto de naufragar, como ratas. Otros, estarían ya a cientos de millas de allí. Tampoco podía reprocharles el terror que tuvieron que sentir.

Abandonar a sus amigos, a sus hogares. Sentir como el miedo te hace un nudo en la garganta y el pánico, tiene más poder que el coraje. Pobres almas, vivirán muertos, carcomidos por su elección. Sepultados en vida en las sombras de la cobardía.

— Yo os perdono—susurré con los ojos brillantes.

En contra de todo consejo, me dirigía, sin demora, a la muralla, donde los batallones de arqueros, preparaban sus canastas de flechas. A caballo, sobre el adarve, los mandos vociferan órdenes, palabras motivadoras y de amparo a sus soldados.
Las últimas compañías de zapadores, empezaban con su habitual parsimonia, ha formar para cerrar las grandes puertas de acero dejando, sus defensas, bien escondidas y preparadas. Los últimos granjeros, los acompañaban con sus familias y pequeños rebaños al interior de la fortaleza.

Estaba segura de que más de la mitad de los granjeros, habían decidido no abandonar sus tierras. En ese momento, sus vidas pesaban sobre mis hombros. Ningún hombre, por valiente que fuese, podría haber sobrevivido a tal ejército. Solo los dioses, sabían de qué manera, atroz, habrían acabado sus pobres vidas.
Justo sobre la gran puerta de acero, se encontraba una de mis mejores armas. El Archimago Olontes, preparaba ambos lados, sus cuencos de polvo de cobre y polvo de azufre. En rededor sus más avanzados alumnos, se preparaban para usar su poder, aunque ello los llevará a la muerte. Nunca había comprendido realmente, cuan alto era el precio de su magia. La cual consumía sus cuerpos, en cada hechizo.

Olontes, un hombre de muy avanzada edad, lucía unos ojos grises llenos de juventud. Nervudo, pero extremadamente activo para la edad que reflejaba su cuerpo decadente. Su túnica negra, que dejaba a la vista su delicado cuerpo, marcaba en exceso, los huesos de sus hombros. En su rostro regio, no pude leer temor alguno, embriagándome de un valor que mis rodillas, se negaban ha aceptar.
Y la muerte irrumpió en escena. Los tambores, que debían de ser gigantes, marcaban un ritmo frenético. El sonido del metal, de los alaridos y aquellas almas condenadas, silenciaron las almenas, las calles, y hasta el repicar de mi corazón en aquella coraza de acero y escamas de dragón.

Sobre el horizonte, las primeras criaturas aladas, se dibujaban en grandes bandadas. Una mezcla horrible de murciélago y felino, mezclado con el aguijón de un escorpión. De cuerpos musculosos y garras venenosas. De poderosas alas y cola mortífera.

— Mi señora, me veo en la obligación de pedirle que se marche, el último barco parte en diez minutos con los últimos extranjeros—el general Madox, siempre tan prudente, pensé.

— Sabe que no lo are, ¿verdad?

— Y eso me llena de orgullo, mi señora, y de temor.

— A mí también, viejo amigo, pero mi lugar está aquí.

Apoye mi guantelete sobre su hombro, tan firme como un toro, como siempre lo había recordado. Atrás, quedaban ya años en los que su amor, se había visto desflorando por mi deber como reina. Y en lugar de odiarme, se había convertido en el hombre más leal a la corona, salvando en más de una ocasión, a mi difunto marido, el Rey Astros.

Me miró a los ojos y no hizo falta palabra. La órdenes comenzaron a salir por su boca. Las cornetas comenzaron a resonar. Nuestros soldados comenzaron a tomar sus posiciones. Los dados del destino, caían sobre el tapete de juego. Nuestro destino, no se haría de esperar.

Comentarios

  1. Eres un crack Mario. Me siento afortunada de poder leerte y ayudarte en tus dudas.

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