¿Cómo el mundo podía pasar impasible ante esto?, ante esta muerte, este dolor. Mi ejército diezmado, herido, agotado… y yo, solo he tenido miedo. Ni tan siquiera he tenido el valor de desenvainar mi sable. Soy una cobarde, una pusilánime, una mentirosa. ¿Cómo he podido creer que sería una fuerza en esta batalla?, han muerto más de la mitad de mi guardia. Han muerto más de la mitad de los soldados y yo, como una niña malcriada, obligando a cientos de hombres a jugarse la vida por protegerme, a mí. A una cobarde.
Las cornetas dictan victoria. ¿Qué clase de victoria? Aquí no ha ganado nadie. Salvo esos bastardos que han hecho oídos sordos a nuestros avisos. Esos malnacidos traidores.
Pom, pom, pom, pom.
Los tambores enemigos comenzaron de nuevo. Eso únicamente podía decir una cosa. El enemigo tenía más armas que mostrarles.
Gala la miró, tenía la cara y el pecho lleno de sangre, roja y gris. No parecía tener ninguna herida grave. Ella debía de tener un aspecto similar. Solo que, por su pernera, el líquido cálido le recordaba cuanto miedo había pasado.
Pobres aquellos que había caído. Luchando o sacrificándose, como aquellos jóvenes héroes. Cómo su mirada, antes del saltar al vacío, estaban plagadas de agradecimiento a su Archimago. Cómo su vista, miraba por última vez, por aquello que iban a dar su vida. Eso era honor. Eso era el Zenit de la valentía desinteresada.
Graciela debía cumplir, demostrar que era una niña mimada. Desenvaino la espada de su difunto marido. Era ligera, equilibrada y de tacto suave. Le recordaba a él. Su dureza, su capacidad para amar con dulzura o ser implacable contra sus enemigos. Si tenía que morir, que fuese con ese tacto entre sus dedos.
Gritó. Gritó, y sus hombres alzaron sus armas, los gritos se repartirán por todo el adarve, la muralla rugía, su corazón rugía.
Gala comenzó a golpear rítmicamente el suelo con su asta, tras ella los lanceros más cercanos y de manera exponencial, todos los soldados con vida la imitaron, la muralla marcaba un gran latido, si esos engendros pensaban que iban a ganar tan fácilmente estaban equivocados.
El general reorganizaba sus huestes, mandando mensajeros ambos baluartes, el Este y el Oeste
— No somos suficientes mi señora. Sea lo que sea, lo que esos bastardos nos manden, nos barrerá.
— Que así sea —el General la miró estupefacto.
— Márchate.
— Jamás.
El horizonte comenzó a transformarse. Diminutas sombras venían a toda velocidad. Esos no eran necrófagos. Eran demasiado ágiles, demasiado rápido. Rugía como bestias.
— ¡Licántropos! —Gritó el vigía.
— ¡Arqueros a mi señal! —rugió Madox.
El miedo intentó atenazarla de nuevo, pero ella no cedió, el latido de la muralla la envalentonaba. El grito del general, seguido de la lluvia de flechas oscureció por un segundo el cielo. Aún éramos muchos. No todo estaba perdido.
— ¡Mi señora!
Alguien la llamaba, era una voz quebrada, vieja, demasiado usada. Se giró y descubrió a un anciano, parecía un hombre más fuerte de lo que debía esperarse por las arrugas de su cara. Su mirada, pétrea, se clavó en ella.Ella se acercó, siempre junto con Gala y su lanza. El hombre se arrodilló cuando ella llegaba y Graciela lo alzó tocando su hombro.
— No tengo tiempo para usted— le dijo la reina.
— Claro que sí, los jóvenes y sus prisas, miré.
Tras él, subiendo la escalera, cientos de ancianos y mujeres subían al adarve. El pueblo había escuchado el gran latido, y quería formar parte de él.
— Mi señora, fui comandante a las órdenes de su marido. Sé en qué situación nos encontramos todos. Y preferimos morir matando, que no en nuestras casas solos y asustados.
— Pero… son…
— Viejos y niños sin adiestramiento, sí, como usted, por la forma que sujeta esa espada. Permítanos luchar. Se lo suplico.
La reina accedió con una inclinación de cabeza. Uno a uno, las levas fueron retomando armas del suelo y cerrando huecos en las almenas.
Las flechas caían dejando clavados al suelo cientos de aquellos licántropos. Pero eran rápidos. Muy rápidos y antes de que llegase la tercera oleada de flechas, se encontraban ya, en el pie de la muralla.
Algunos comenzaron a trepar gracias a sus garras. Los arqueros no daban abasto contra tanto hombre lobo. Si llegaban al adarve. Sería una muerte brutal para todos.
Del Oeste resonó una corneta. Por el tono, no pertenecía al ejército real. El sonido de cascos al galope, la nube de polvo que ascendía hasta el cielo, el sonido del metal, de las cornetas, de hombres y mujeres gritando.
— ¡Las primeras espadas de Pesarosa!, ¡Las primeras espadas de Pesarosa! — grito con júbilo el vigía.
La reina se asomó a la muralla, miles de soldados, con armaduras ligeras llegaban al galope. Como una duna en el desierto, empujada por el aire, engulleron ese tramo del campo de batalla.
El sonido desgarrador de los licántropos, de los soldados y de sus monturas ascendía hasta las almenas.
Era una lucha encarnizada. Poco se tardó en luchar a pie. Los caballos valían demasiado para esos hombres como para llevarlos a la muerte con ellos y seguían su carrera hasta el baluarte Oeste para después perderse tras las montañas. Honor. Siempre el honor.
Los estandartes de cada división eran portados por soldados que usaban lanzas con puntas por ambos lados. Cada estandarte dirigía un manto del mismo color tras él. Desde su posición, Graciela veía la disciplina en aquel baile de colores.
Los Licántropos seguían apareciendo desde el final del campo de batalla, parecían no tener fin y aunque los aliados eran diestros en el arte de matar. Necesitaban ayuda.
— ¡General tenemos que salir ahí! — grito Graciela. El General se acercó a ella.
— Las puertas están selladas.— Pero necesitan ayuda, acaso no lo ves.
— Señora si abrís las puertas, la ciudad caerá.
La voz sonaba extranjera, la mujer era alta y esbelta, dos grandes cimitarras colgaban de su espalda. Gala se colocó entre ellas, la mujer sonrió con desdén.
La reina la reconoció bajo toda aquella pintura de guerra.
— Tranquila Gala, es Adelis, General de los primeros espadas.
— Mi reina lamenta nuestra tardanza y os pide disculpas, pero hemos encontrado contratiempos en el viaje.
— Acepto vuestras disculpas, pero ¿y sus hombres?
— Cumplirán su parte, mi señora, mi pueblo solo teme una muerte, y es a una muerte lenta y llena de años. El combate es nuestra forma de vida y de muerte. Será un honor morir aquí hoy.
Comentarios
Publicar un comentario