La Gran Batalla: acto 2, escena 3: ¡huir!

Bendito sean los dioses, ese maldito Capitán de Zapadores es un genio

Lanzar esas perlas es peligroso. Pero la destrucción que están llevando a cabo es brutal.

Gala miraba asombrada lo que el hombre podía crear. Lo que una mente, dedicada en cuerpo y alma a generar distracciones y trampas, podía desarrollar en momentos de necesidad. La reina había mandado a un mensajero de batalla a agradecer tal acto. La Primera Espada miraba con la mandíbula apretada lo que sucedía. Cómo aquella muerte de fuego, caía del cielo, y el daño que originaba a su alrededor cada una de esas perlas.

Si amiga, la guerra ya no volverá a ser nunca igual. Tú y yo, estamos condenadas al olvido.

A la carrera, un grupo de soldados llegó hasta el matacán. Aquellos hombres eran Zapadores, sus ropajes desgastados, sus rostros totalmente ocultos tras una gruesa capa de polvo, sangre y arena. En sus manos, portaban cajas de madera, las cuales transportaban con sumo cuidado, o todo el cuidado que uno puede tener, en medio de la batalla una caja de aquellos artefactos.

— El soldado Damián, de la treinta y uno de Zapadores se presenta, mi General.

— Habla —el General se acercó, parecía tener diez años más que unas horas antes.

— Traemos perlas, nos han ordenado que las repartamos por toda la muralla, también traigo buenos hombres que elaborarán las armas, necesitamos, cuerda, hilo…

— ¿Quién os ha dado esa orden?— Graciela se acercó al destacamento y los hombres se cuadraron como si tuviesen un palo metido por el culo—. Descansen—Ordeno.

— El Cabo Tuli, mi señora, en este momento es el mando de mayor rango.

— ¿Y el Capitán? —quiso saber el General.

— Muerto, mi señor. Fue asesinado tras una heroica lucha contra uno de esos alados. Dio su vida por todos — Todos los hombres cargados con cajas bajaron la cabeza.

— Que los dioses le mantengan cerca… ¿Entonces, quién ha sido el artífice de esta idea? — Graciela tenía gran interés en saber quién era, sus ojos mostraban agradecimiento.

— El Cabo Tuli, mi Reina.

— ¿Quién demonios es ese Cabo Tuli? — preguntó Gala, que creía conocer a todo mando del ejército.

— Señora, subió para avisar que los zapadores estábamos dentro de la muralla, es un chico de mi edad, de pelo rubio.

Y casi le atravieso el cuello con mi lanza, se recriminó Gala.

— Si lo considera conveniente, mi señora, debo llevar esto al baluarte Oeste. No hay demasiadas, pero detendrán al enemigo un buen rato.

— Por supuesto, corred. Y que los dioses os bendigan a todos— la reina se apartó de su camino y un pequeño grupo de hombres corrieron a su destino. 

— ¡Escuchar todos, necesitamos cuerdas e hilos, todo lo que sirva para hacer buenos nudos! — ordenó un hombre al que no debían quedarle demasiados remplazos y que por su pelo, largo hasta los hombros, no seguía ni de lejos los protocolos del ejército.

Las primeras flechas comenzaron a surcar el aire, Graciela, miraba entusiasmada... poder dar un golpe sobre la mesa. Ingenua de que aquello, podía servir a largo plazo, y después, ¿Qué?

¡Bom!

A doscientos metros, dirección Oeste, una explosión sin precedentes lanzó por el aire una gran cantidad de cascotes y cuerpos. El sonido fue atronador, en el matacán, la sacudida fue tan fuerte que algunos arqueros cayeron de las almenas. 

El General, cubría con su cuerpo a Graciela, arrodillada bajo él. Gala, no podía escuchar nada. El sonido parecía negarse a entrar por sus oídos. Sentía el pulso en la sien, le faltaba el aire. 

Corrió a las almenas, parte de la muralla había desaparecido. 

La brecha cubría de arriba abajo la muralla. Algunos hombres, intentaba saltar de un lado a otro, ya que, sin escaleras, estaban en una ratonera.

Miro bajo su bota y vio como el enemigo comenzaba a avanzar en tromba hacia la brecha. 

— ¡Van a entrar! — gritó al general que también debía padecer sordera.

Comenzó a señalar, ha gesticular, hasta que el hombre decidió acercase y mirar. Su rostro cambió en el acto. Gala lo vio gritar, coger a Graciela del guantelete y lanzarse escaleras abajo. Aún mareada, los siguió con las pocas mujeres que le quedaban. Tras un fuerte silbido, comenzó a recuperar el oído.

Las cornetas marcaban abandonar la muralla. Las huestes se abalanzaban escaleras abajo. Por desgracia, toda defensa tras la muralla se centraba exclusivamente en las grandes puertas. La ciudad, estaba indefensa. 

Las órdenes volaban entren las tropas, los soldados corrían sin tregua dirección Oeste. Por suerte, Madox había elegido correr hasta la muralla de la ciudadela, Gala les siguió, su deber era proteger a la reina. Adelis, corría a su lado. Sus largas piernas le hacían parecer mucho más rápida y ligera que ella. 

El caos se vertía sobre la ciudad. Los gritos eran aterradores. Las defensas se movilizaban por doquier. Las puertas de la ciudadela, eran más bien la entrada a un hormiguero. Las cruzaron y recuperaron el resuello.

Aquella muralla no repelería ningún ataque, eran antiguas y demasiado bajas, incluso tras algunas reparaciones, se había convertido en algo más estético que practico, algunos tramos lucían grandes enredaderas, mosaicos de piedras coloridas y almenas con forma de prisma, nada aconsejable si uno a de ocultarse tras ellas. Y aunque antaño, antes de que la ciudad creciera, era con lo que los antiguos héroes salvaron la humanidad una y otra vez, esta vez, bien podría ser la última, que entraran en combate.

Gala vio como el General hablaba con Graciela, o más bien, como se despedían entre llantos. La abrazó y le beso en la frente mientras ella temblaba bajo su ancha espalda. Se acercó a Gala, con semblante serio.

— Yo debo volver con mis hombres, es tu responsabilidad que ella viva, si es necesario, amordázala y súbela algún navío.

— Sabes que no me lo va a permitir.

— Es una Orden directa, Gala. Ella es Mercita. Prométemelo.

— Así aré mi señor…

— Ha sido un honor luchar junto a ti, vieja amiga, el deber me llama. ¡Por Mercita!

— ¡Por Mercita! — rugió Gala.

El General se perdió de vista entre los soldados. Gala hubiese deseado acompañarlo, luchar codo a codo, calle a calle, pero su labor estaba por encima de sus deseos, como siempre. Miró a sus mujeres, ya solo quedaban seis escuderas. Sus rostros no mostraban miedo. Seguro que ellas, también hubiesen preferido correr tras el General.

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