El General sintió un gran orgullo por aquellos hombres y mujeres que habían dado su vida como él, al ejército del reino. Ver aquellos héroes y heroínas, licenciados muchos años atrás, dando él cayó como el que más. A los niños, portando barriles de agua entre los soldados.
Cuan más cerca de la muralla, el silencio era mayor. Enfiló la vía del Baluarte Oeste, una amplia calle de edificios de tres alturas, de techos a dos aguas y multitud de callejones y comercios, la mayoría, pequeñas tiendas familiares de todo tipo.
Podía ver la gran brecha en la muralla, las huestes, bien alineadas protegiendo la brecha. A pie de muralla, aún quedaba Primeras Espadas protegiendo el acceso. No aguantarían mucho más, pero los más valientes del ejército, o los más locos, se aglomeraban ya tras ellos, para compartir el combate.
Los Zapadores, a marchas forzadas construían una empalizada improvisada con grandes postes que debían estar trayendo de las carpinterías de la callejuela colindante. El General corrió hasta ellos.
— ¿Dónde está el cabo Tuli? — le pregunto a un hombre, entrado en años, que clavaba los largos clavos de un solo golpe, uniendo grandes maderos.
— Es aquel de allí — miro hacia la multitud y siguió con su trabajo como si todos los días tomarán la ciudad.
— ¿Quién? — el hombre ni tan siquiera se preocupó por volver a responder al General.
Malditos Zapadores, refunfuñó.
El grupo de zapadores se encontraba en torno a un joven, que parecía tener el pelo rubio, aunque la cenicienta imagen que tenía delante, podía tener el pelo de cualquier Color. El General irrumpió entre los zapadores, que se callaron al ver quién era.
— ¿Eres el cabo Tuli? — le dijo al chico que se había quedado con la boca abierta en medio de una orden, el chico asintió—. Eres un orgullo para todos nosotros. En qué puedo ayudar — su desangelada sonrisa se dibujó de oreja a oreja.
— Necesitamos ir a barracones. Allí, el capitán tiene todos los planes de defensa de la ciudad en su cuaderno. Es de vital importancia.
— ¿Y qué os detiene?
— Alguien debe hacer que estos zánganos se muevan, sin una voz de mando, se vuelven como chiquillos— una fuerte tos resonó tras ellos.
— Yo puedo comandar a estos hombres, ve, trae ese cuaderno cuanto antes.El cabo salió a la carrera, el General miró a los hombres a la cara. Aquellos ojos eran rebeldes. Solo el capitán, parecía capaz de movilizar a sus hombres. O eso se decía. Eran hombres tercos, sin miedo y sin demasiado amor hacia las figuras de autoridad fuera de sus círculos.
Eran bien conocidas las condenas por agredir a rangos muy superiores en tabernas y prostíbulos. Tragó saliva. Pensó que debía decir y antes de que pudiese ordenar algo, los hombres, le dieron la espalda y comenzaron a trabajar en equipo.
Malditos Zapadores, esto es inaudito, rezó con una punzada de dolor en su ego.
Ante sus ojos, aquellos constructores fabricaban, a una velocidad increíble, todo tipo de empalizadas, mientras otros, las colocaban por toda la vía de manera poco estética, le costó un tanto descubrir, que aquellas posiciones, en principio, mal alineadas, era un laberinto punzante y complejo. Por mucho que aquellos seres pudiesen saltar, no les resultaría fácil no quedar trinchado, en una de esas trampas.
Siendo consciente, que sus esfuerzos, eran en balde, intentando ordenar a los hombres ciertas disciplinas, se desplazó, hasta la cabeza de las líneas de infantería.
Los hombres, con lanzas y con sus rostros contraídos le saludaba a su paso. Se sintió en casa, aquel era su lugar, en primera fila, desenvainó su sable y se colocó el primero de la línea defensiva. Hubiese deseado salir allí fuera, cruzar sus armas como aquellos valientes tras la muralla.
Pero en ese momento, debía mostrarse ante sus hombres, era necesario que la imagen del General, Alentara las tropas.
Fuera, el sonido se detuvo, la primera garra asomó agarrándose a la muralla y sobre los cascotes, un enorme hombre lobo rugió, alzó sus brazos y garras.
Una flecha atravesó su cuello de lado a lado.
El General vio al tirador recargar su arco. Eso era un lanzamiento de mucha precisión.Ojalá queden muchos como tú.El Licántropo cayó por el montón de escombros. Unos segundos después, una horda de aquellos seres entraba rugiendo bajo una fuerte lluvia de flechas y sangre.
Los zapadores, de piernas ágiles fueron retrocediendo, en su mayoría, algunos, seguían a su trabajo.
¿Están locos?
El General salió a la carrera hacia aquellos hombres, tras él, el sonido del metal aplastando adoquines resonó. El ejército cargaba. Los zapadores fuera de toda lógica, se cruzaron con ellos, ni uno solo, se prestó al ataque. A fin de cuentas, ellos tenían mejores menesteres.
Cabo, corre por tu vida, necesitamos ese cuaderno.
El ejército se detuvo a pie de barricadas, los últimos zapadores, ahora sí, corrían como alma que le siguen los demonios. Los licántropos se volvían locos. Eran incapaces de encontrar el camino correcto.
Sois unos genios, no son más que animales. No son capaces de avanzar.
Algunos licántropos saltaban, quedando empalados dos barricadas más atrás. Las flechas, hacían buena cuenta de aquella suerte.Algunos hombres, cerca del General, lanzaron sus lanzas al bulto. Después desenvainaron sus espadas cortas.
Era una locura, si aquellos seres cruzaban, con esas armas estarían muertos. Los brazos de los monstruos eran largos y fuertes. Y sin una lanza estarían a su merced.
Desgañitándose, ordenó que no continuarán. En el fragor de la batalla, uno está al límite y lo que puede parecer una heroicidad, se vuelve rápidamente en contra uno.
Los últimos hombres sobre la muralla, mantenían una dura lucha contra algunos de aquellos animales que habían optado por trepar. No tenían salida. Estaban confinados en una zona sin escaleras para bajar. Su suerte parecía estar echada.
Un zapador, con un arponero marino de un tamaño considerable, que portaban en una carretilla, aparecio con una amplia sonrisa en los labios, miró al General, a punto hacia las almenas y lanzó un mástil atado a una gruesa soga. La potencia de aquel arponero, lanzó el mástil, muy por encima de la muralla. Algunos hombres, sobre el adarve, comenzaron a anudar, aquella soga entre varias almenas. Los hombres comenzaron a descender mientras otros, daban su vida para que sus compañeros escaparán.
El avance del ejército se detuvo, mientras que aquellos seres, no pudiesen avanzar, era mejor dejar hacer su trabajo a los arqueros.
De una callejuela, donde se encontraban las cantinas de peor calado, comenzaron a salir Zapadores con cajas de licores.
¿Pero qué coño…?
Un hombre, tras ellos, portaba un buen embrollo de telas roídas, debían de ser las cortinillas y los manteles de aquellos tugurios, las tiró al suelo, saco un enorme machete y comenzó a triturarlas en jirones.
Los hombres metían las telas dentro de las botellas de alcohol, les prendían fuego y las lanzaban contra aquellos seres creando, pequeñas perlas de Fuego de Dragón. El alcohol ardía rápidamente, se propagaba entre aquellos seres que gritaban y se retorcían de dolor. El olor a pelo y carne quemada impregno toda la zona.
¿Cuantas sorpresas más tenéis reservadas?
Los hombres de la muralla, se unían al destacamento de defensa. Sus compañeros, aún en lo alto. Luchaban sin cesar.
Que los dioses os mantengan cerca, sois unos puntos héroes. Jamás olvidaremos vuestro sacrificio. Si es que hay un mañana para alguno de nosotros.
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