Mi reina, mi amiga. No es de extrañar su preocupación, es su primera batalla al mando. Debe de estar aterrorizada. La veo otear el horizonte. La muerte se refleja en sus ojos. Unos ojos que he amado durante más de veinte años. Esos labios, que tantas noches he deseado en mi lecho. Pero mi obligación para con ella, debe de estar por encima de mis sentimientos. Mi lugar era a su lado, pero no junto a ella.
Ese era mi mayor pesar.
¿Acaso, ella sé imaginaria lo que realmente siento?
Engarce la parte trasera de la armadura real. La misma que había usado su marido en batallas anteriores.
Deseaba que la gente recordara al rey, su sacrificio. Esperaba que aquel acto, fuese una fuerza más a sumar a sus huestes. Ojalá no se equivocara.
Ojalá, se hubiese marchado a otro sitio, donde estuviese realmente segura. Estire de las cinchas. Coloque la capa en sus engarces.
La reina, estaba lista para la batalla.
Qué valor demostraba subiendo a la muralla, ponerse en primera fila. Demostrar que ni tan siquiera ella, debía ceder un palmo de terreno al enemigo. En su ascenso, los soldados aullaban llenos de orgullo, se apartaban prestos para dejarle pasar.
No era ni de lejos mi primera batalla, lo único que cambiaba en cada una de ellas, era el Archimago. Tanto poder para acabar sacrificado. Lo sabía bien. Eran el hombre más poderoso del gremio de magos. Usaban tanto poder, que consumían sus cuerpos. Ninguno había salido indemne, desde que ella era soldado.
Y en esa ocasión, más nos valía que aquel hombre fuese en realidad, el más poderoso al que el gremio podía sacrificar.
Aún recuerdo mis inicios, jamás olvidaría, hacía veinte años, cuando el mismísimo rey me había ascendido a su guardia personal, y aún más agradecida, cuando llegó su enlace con Graciela y me puso al mando de su guardia.
Y este maldito día, iba a poner aprueba si realmente merecía tal honor. Estaba lista para dar mi vida por la reina, o por cualquiera que necesitase auxilio.
Por el rabillo del ojo vi un movimiento demasiado rápido, demasiado cerca, saqué, gracias a mis años de entrenamiento, la lanza, y el individuo se detuvo en seco. Me miró a los ojos, bajo toda aquella porquería y ropa roída había un joven. Unos ojos aún vivos. El pobre chico se detuvo. Asustado y a la vez con cierta… ¿Picardía?
Podría ser su madre, pensé. Movía los labios, volví en mí. Decía algo. ¿Qué debía hablar con la reina? Ni más ni menos. Giré la lanza, le golpeé en el pecho y le dije que estaba loco. Nadie hablaba con la reina y menos un mendigo… ¿Pero como había saltado todos los protocolos un jodido mendigo?
Para su suerte, y justo cuando ya había tomado la decisión de llamar a la guardia para que lo arrestaran, el General, salió en su auxilio. Aquel desgraciado no era un mendigo, era un zapador. Y aquella mugre, que arrastraba, podía salvarnos la vida a todos. Antes de poder pedirle perdón. Salió nuevamente a la carrera.
Suerte, le deseé de corazón. Le haría falta, a él y a todos nosotros.
Que las Puertas de Acero se abran para todos, rece.
Si uno solo de esos necrófagos conseguía pasar, si conseguían morder a algún soldado. Tendríamos un grave problema. La muerte se extendería dentro de las murallas, uniendo cada herido, a su ejército de muertos.
Como el protocolo obligaba, me coloque a espadas de mis dos superiores directos. El horizonte sangraba muerte.
Que los dioses se apiaden de nuestras almas.
— Mi señora, si se marcha ahora, nadie se lo reprochara — sabía la respuesta. Además de preciosa era tozuda y tenaz.
— Dejar ya de preocuparos por mi seguridad —dijo señalando el horizonte—. Mi reino está en peligro. Y si tengo que caer con él, que sea luchando hasta mi último aliento. Además, ¿Para qué tengo a las mejores guerreras del ejército a mi lado?
— Mi reina, mí trabajo sería más sencillo si usted estuviese segura.
— Gala, creo que, a estas alturas, puedes llamarme por mi nombre de pila delante de la gente.
— Graciela, márchate—suplicó el general, yo asentí, pero ella no cedió terreno.
Jamás la había visto tan decidida. Tenía que asumir, que ella estaba en la batalla. Debía centrarme.
— ¡En formación, diamante! — rugí a mis mujeres.
Fieles y decididas, nos colocamos en posición, con nuestras lanzas apuntadas al cielo. Una fuerte explosión sacudió el mundo. Miré asustada. Y para mí sorpresa, muchas explosiones la siguieron. ¿Así que aquello era el fuego dragón? La guerra como la conocíamos había cambiado para siempre.
El Archimago, con sus manos untadas en azufre y cobre, mandaba rayos desde sus dedos a aquellos enemigos que venía por el aire. Del cielo caían rayos, dejando grandes socavones en el suelo y en el ejército rival. Las explosiones de fuego de dragón, calcinaba todo. Los necrófagos eran expulsados a trozos por los aires. Pero aún contado con aquellas fuerzas a favor. Parecía que no hacíamos mella en su ejército. Los arqueros lanzaban salvas de flechas contra los enemigos alados. Los glifos se encargaban de los más entusiastas. Aquellos que conseguían llegar hasta la muralla. Los lanceros bailaban sobre sus lomos asestando poderosos golpes mortales.
La batalla, que hacía unos minutos estaba tan lejos, se vertía sobre nosotros como las olas de un océano contra un acantilado.
Los hombres lanzaban el contenido de los calderos sobre los cuerpos que comenzaban a agolparse en la base de la muralla, los encargados de las antorchas, las dejaban caer prendiendo fuego todo el aceite. Los cuerpos se retorcían, hasta quedar hechos cenizas.
Advertí, un enemigo desde el aire, a mi orden, toda la guardia mantenía una lucha contra aquella bestia, el general, anteponiéndose a la reina, lanzaba espadazos al aire. No podía permitir que mi reina cayera. Grité con todas mis fuerzas y lancé mi arma atravesando el corazón de aquella bestia.
Dos lanzas más, dejaron muerto al ser sobre el adarve.
Recupere mi asta y volvimos a formación. La reina estaba agachada, paralizada por el pánico. Me agaché, la cogí del guantelete y la alcé.
— Ahora hay que ser valiente. Respira hondo. Haz caso de todo lo que el general te diga.
— No me...
— Graciela, no me jodas. Sé la mujer que tienes que ser. Ahora es cuando tienes que ser firme en tu actitud. La vida de todos ellos está en tus manos.
Graciela me miró, como un niño mira a su madre tras una regañina. Que bonita era. La giré hacia el campo de batalla y recobramos la compostura. Esto solo era el principio.
Que los dioses se apiaden de nuestras almas.
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