Los ataques de los engendros alados, ya habían comenzado. El Archimago, usaba sus poderes, sus pupilos, aguardaban su momento. Los glifos, bailaban entre las flechas, sus lanceros, atacaban con precisión. La lucha era encarnizada sobre nuestras cabezas. Los enemigos y nuestros hombres, caían muertos fuera de la muralla, los arqueros, lanzaban salvas al cielo. El caos se cernía sobre el matacán. Aquellos seres atacaban primero en aquel lugar. Intentando descabezar nuestros ejércitos y, por si fuera poco, ella tenía que estar aquí.
En sus ojos aún podía leer el valor de la ignorancia, ¿acaso pensaba que su presencia hacia algún bien? Con aquella armadura, la armadura de un Rey, de un héroe, de un baluarte para los hombres. ¿Acaso ella entendía el dolor que nos trasmitía?, el recordarnos que incluso alguien como Astro podía morir. El demostrarnos cuan frágiles éramos. Sé que tenía buena voluntad, que su acto era valeroso, pero erróneo.
El primer ataque no se hizo esperar. Aquel engendro se lanzó directo a por ella. La oí gritar aterrorizada. Me planté ante ella y su enemigo, lance cuantos tajos me permitieron mis brazos, mis ataques eran repelidos sin demasiados esfuerzos.
El grito de Gala fue ensordecedor, su salto casi inhumano, su ataque directo al corazón, el acompañamiento de sus escuderas; como el ser rugía intentando huir. Como sus esfuerzos fueron en vano y como caía muerto a nuestros pies. Graciela, aterrorizada, se encontraba acuclillada. Paralizada. Todo el valor de sus ojos borrado. La cruda realidad le había dado un baño que jamás olvidaría.
Márchate por favor, susurré.
Gala se acuclilló, le susurró algo, el rostro de la reina se tornó diferente, con un valor renacido.
Mierda Gala, era el momento de sacarla de aquí, maldije.
Unas botas ligeras se detuvieron tras de mí, el chico, de no más de quince años, llevaba un uniforme que no correspondía con su taya. Sus ojos me miraron con valor.
— Mi General, el flanco oeste necesita ayuda. Los alados están ganando. Los hombres están muriendo.
— ¡Comandante, mande a más arqueros al flanco oeste!, ¡ya! — grité sobre el ruido de la batalla. El hombre me miró perplejo, pude intuir una leve negación en sus ojos—. Chico vuelve a tu puesto, mandaré lo que pueda. Aguantar.
El mensajero volvió a perderse a la carrera. No tenía nada que mandar tras él. Pero no podíamos permitirnos perder ningún punto de la muralla. Corrí hasta parapeto trasero. Abajo, los zapadores, sentados por el suelo, y sin un ápice de fuerza, descansaban tras su brutal tarea. Más de tres días, descansando apenas una o dos horas y comiendo mientras cavaban sus trampas. Pero no era hora de descansar. Agarre a un soldado del hombro y le grité al oído que bajara. Quería aquellos hombres prestos para el combate y corriendo a su nuevo destino.
En pocos minutos todos los zapadores corrían en aquella dirección. No eran hombres de combate, pero eran los únicos hombres capaces de empuñar un arma sin que la táctica defensiva cediera.
Volví a mi posición. Ni el aceite, ni las flechas detenían a los necrófagos, que subiéndose uno contra otros y creando una montaña de cuerpos que ascendía rápidamente.
— ¡Magos aquí abajo!
Los Pupilos del Archimago asomaron sus cuerpos a las almenas. Sus ataques eran muy débiles. Lanzando pequeñas ráfagas de fuego y aire. Su poder era insignificante para esa tarea. Necesitábamos algo más o en poco tiempo, la batalla se realizaría en la parte alta de la muralla.
Los jóvenes magos se gritaban algo entre ellos, era imposible escucharlos. Pero alguno debía tener una mala idea. Los veía negar, discutir, y entonces, fuera de toda lógica, uno salto al vacío. Cayó en medio de la marabunta de muertos y fue engullido. ¿Acaso esa era nuestra única opción?, Dejarnos llevar a la muerte, antes de que la muerte nos devorará.
El suelo, la muralla y mi mundo se zarandeó. El fogonazo ascendió hasta los cielos, hasta el final del campo de batalla. La explosión, diez veces mayor que las anteriores, dejo un amplio vacío en el manto de muertos. Aquel joven había sacrificado toda su vida, no se había suicidado, se había sacrificado. Absorbiendo tanto poder como su cuerpo le permitió y después… llevándose con él a cientos de enemigos. Que valentía. Cuanto honor había en aquel acto. Pero de qué poco había servido. Las huestes de necrófagos no parecían tener fin. El hueco se relleno a toda velocidad, solo habíamos ganado un momento, unos segundo para coger aire.
Uno a uno, aquellos chicos de ojos llorosos se alzaron de espaldas en el parapeto de la muralla. Miraron a su tutor, después al mar que cortaba el horizonte y saltaron de espaldas al vacío.
Los vi caer. Ser engullidos. Salte hacia Graciela y use mi cuerpo como escudo. La cadena de explosiones hizo temblar todo. Los pedazos de carne sobre pasaban la muralla cayendo dentro de la fortaleza. Los cascotes de parte de la muralla, caían por doquier. La luz fue cegadora. Parte de los enemigos alados, fueron convertidos en polvo, como si aquella luz purificara todo a su paso. Al recuperar mi posición pude ver un milagro. Desde la muralla, hasta el final de la explanada, todo ser había sido erradicado. Aquellos jóvenes nos habían dado la victoria. Sus muertes no habían sido en vano. El Archimago detuvo su intervención. Miro donde yo me encontraba y vi como sus ojos ardían, humeaban y después él caía muerto. Solo un saco de huesos. Su piel estaba carbonizada, de su boca retorcida salía un fino hilo de humo. La magia se había acabado por hoy.
No olvidaremos esto, tape sus párpados y mantuve mi mano sobre su pecho.
La batalla había acabado.
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