La Gran Batalla acto 4 escena 3 ¿Muerta?


— Valla Tuli, esta herida es muy fea, — dijo la sacerdotisa, ayudando al Capitán a quitarse la casaca y la camisa— No sé cuánto podré sanarla.

— Solo necesito que deje de sangrar — una punzada de dolor le hizo corbarse, miro a la sacerdotisa y se volvió a regir.

— Claro, y ya puestos que sea rápido.

— Pues en realidad, así es, mi señora, tengo una misión muy importante y muy poco tiempo.

— Cabo Tuliano, te conozco desde hace…

— Capitán, mi señora— La sacerdotisa de pelo blanco abrió muchos los ojos.

— ¿Así que capitán?, Este mundo se está volviendo loco…

— Señora, se lo ruego.

— Ya va, ya va. Malditos jóvenes siempre corriendo.

— Señora…

La mujer de rostro regio alzó su mano hasta la herida del hombro. De sus huesudos dedos emitió un leve resplandor.

— Hace poco han curado este hombro, ¿Cierto?

— Si mi señora, hace tres días, una de las novicias intento sanarlo, pero estaba demasiado dañado.

— Ya veo, y ahora, vienes con la herida de un sable. Dos centímetros más abajo y habría tocado el pulmón. Ahora estarías muerto —chasqueo la lengua.

— Mi señora, ahí fuera hay una maldita guerra.

— Ahí fuera, siempre hay una maldita guerra, chico. Cuando hayas vivido lo mismo que yo, me entenderás; aunque al ritmo que vas, no vas a conocer la vejez.

— Tengo órdenes del General, debo salvar esta batalla.

— ¿Tú, El “Capitán Tuliano” debe salvar Mercita?, No me hagas reír chico — al ver la expresión de Tuli, la mujer lo escrutó durante unos segundos—. Dices la verdad, por todos los dioses.

El hombro dejó de sangrar, y el dolor desapareció. La mujer le golpeó el pecho con la palma de la mano demostrándole afecto.

— Muy bien “Capitán Tuliano”, sálvanos a todos, y que los dioses se apiaden de Nosotros, oraré por ti.

— Gracias mi señora.

— ¡Y no vuelvas!, ¡Me has oído! — la mujer vio correr al chico a toda velocidad. Lo conocía desde su ingreso en el ejército. Había tenido que lidiar con sus insinuaciones a las novicias con voto de castidad desde el primer día que fue a recibir sanación, pero esta vez, algo en él, había cambiado —. Que los dioses te protejan granuja.

Justo en la entrada, con ojos tristes, Un Primera Espada se encontraba ante la duda de entrar o no al templo. Tenía serías heridas, parecía mentira que con todos esos tajos, hubiese esperado tres días en ir a recibir ayuda.

— ¿Eres un Primer Espada?

— Si, chico

— Capitán.

— Cómo querías chico.

— Tus heridas son bastante feas, pasa y que alguna sanadora te ayude.

— No… no sé si debo.

— ¿Y por qué no ibas a hacerlo?

— Yo rezo otros dioses, chico, esto sería blasfemia.

— Y… ¿Prefieres morir?, Sabiendo que ellas pueden ayudarte.

— Aún no lo sé. Todo mi ejército está muerto. Tal vez, yo deba morir también.

— Todo no, junto a mi reina hay una de tus mujeres — Tuli intento recordar. Había escuchado el nombre en una de las conversaciones — ¿Adelis?

— No puede ser chico, la General, murió de fiebres durante el viaje. Por eso nos retrasamos tanto. Merecía un funeral digno, como heroína de mi pueblo, y eso lleva su tiempo.

— ¿Muerta? —¿Entonces quién es aquella mujer? — Su rostro se tornó blanquecino.

— Parece que has visto un fantasma, chico.

— Eso me temo. ¡Sanadora! —La mujer 
miro al hombre junto a Tuli y mando a una novicia a ayudar a aquel herido. No era la primera vez, que tenían que curar a un extranjero fuera del templo.

Tuli llegó abotonándose la camisa, los ejércitos aliados estaban desembarcando y se dirigió a los altos mandos. No era difícil saber quiénes eran, sus pecheras lucían grandes símbolos dorados. Sus casacas, de buena tela, era diferente a la de restos de marinos.

— Se Presenta el Capitán Tuli, mis señores — ambos hombres se giraron y al ver a un joven, volvieron a seguir con su conversación, de lo bien que habían luchado y algo sobre el maldito viento — me manda el General Madox.

Aquellos dos vejestorios no parecían hacerle ningún caso. Tuli comenzó a ponerse nerviosos, si ni siquiera estaban prestos a escucharlo, ¿cómo iban a seguirle en la batalla?

— Mis señores tenemos un plan…

— Mozalbete, ¿acaso no ves que dos hombres estamos hablando? — dijo uno de los generales, con voz aflautada.
Tuli, llevado por los nervios, golpe en toda la nariz al vejestorio que cayó de espaldas como un saco. El otro hombre lo miro asustado y levantado las manos en son de paz.

— Vamos a ver, estúpidos, quiero a todos vuestros putos hombres bajo aquella torre de allí, ¡ya!

El segundo anciano miro a Tuli, sorprendido y enojado, pero al ver lo que tenía justo detrás el Capitán sus ojos cambiaron de expresión.

— Que la luz nos proteja, la ciudad… no está.

— Por culpa vuestra. ¿Cuándo pensabais llegar?, ¿Cuándo estuviésemos muertos?

— Lo… lo siento chico. No ha sido cosa nuestra. De eso estábamos hablando. Era como si algún tipo de magia oscura hubiese dejado si aire el mar. Eso nos ha retrasado. Pero ahora ya estamos aquí.

— ¿Magia?

— Sí, y de repente…, es como si esa magia se hubiese marchado. Si no fuese por ese hecho, no podríamos haber ayudado con esa flota. Los dioses han obrado a nuestro favor.

¿Que demonios está pasando aquí?

— Prepara a vuestros hombres, bajo una de las mansiones hemos hallado unos túneles. Atacaremos ese ejército por la retaguardia. Pero yo debo hacer una cosa primero— El general asintió mientras ayudaba al otro anciano a levantarse.

Tuli corrió hasta un caballo y monto de un salto. Al galope, comenzó a volver donde su reina, estaba en claro peligro. Si aquella no era Adelis, ¿Quién o qué demonios era?

Tuli era un jinete mediocre, pasaba más tiempo buscando el equilibrio que guiando al caballo, por suerte, el animal, no necesitaba demasiadas órdenes del ramal para no estrellarse contra las empalizadas.

Comentarios