— Mi señora, es la hora —dijo orgullosa Gala abrochando los últimos engarces de la capa.
— Es la hora… ¿Estarás a mi lado?, Querida amiga.
— Por supuesto, Graciela. Ahora y siempre. Pero antes de partir debo acerté una confesión.
— No hace falta, Gala, pero mi único amor… está muerto, como mi corazón.— Lo respeto, era un gran Hombre — Gala agachó la cabeza.— Y tú una gran mujer, Gala, eres la mujer más fuerte que conozco. Eres mi guía, mi guardiana, mi amiga… pero en estos tiempos de crudeza, no puedo permitirme distracciones. Ni tú tampoco. Tal vez, si esto sale bien…
— Si de verdad me quieres, no me mientas, no me des aliento. Yo no soy una masa de plebeyos en uno de tus discursos. Un no, puedo soportarlo y vivir con ello. Pero una mentira así, solo nos haría daño a las dos — Gala dio dos golpecitos amistosos en el hombro de su reina, había terminado.
— Gala… — Graciela se giró, agarró la mandíbula de Gala, era tan bella, tan fuerte y por primera vez en años, dos lágrimas recorrían sus mejillas. Graciela la atrajo y la beso con pasión.
— ¿Pero…?
— Amiga, tenemos una guerra que ganar. No hagamos esperar a toda esa gente.
Los cuatro jinetes cruzaban el campo de maniobras al trote. La reina, con su brillante armadura dorada, encabeza la marcha y las tropas, de todos los ejércitos, aullaban su nombre mientras preparaban sus formaciones. El General y Gala, cubrían sus flancos, a un cuerpo de distancia y en la retaguardia, con un impoluto uniforme de Zapador, Tuli cortaba el séquito. Su pelo rubio, recién lavado, caía hasta sus hombros y en su rostro, la mayor de las sonrisas, escondía un agudo dolor en el pecho.
A su paso, los reyes y Generales se unían a la comitiva. Y tras ellos, los ejércitos del mundo, formando una larga fila.
— Mi señora, deberíamos esperar al gremio de magos— dijo el General.
— Tranquilo, Madox, los magos saben dónde vamos, nos encontrarán. ¿Se han unido las Sacerdotisas?
— Si mi señora, esta misma mañana. Los dioses nos acompañan.
— Nos harán falta — susurro Gala.
La marcha atravesó el desfiladero, sobre sus cabezas, aquellos enormes tambores, incrustados en la roca, se encontraban abandonados. Las escalerillas, de mano, colgaban de pequeñas bocas de cuevas que Graciela ordenó comprobar.
Allí, no había nada, ni nadie.
Pero la presión aumentaba cada paso que daban. La luz, más mortecina. La roca más gris. En sus pequeños bosques, los árboles lucían pelados. Retorcidos, y tan grisáceos como el resto del paisaje. Allí no había rastro de vida. Cómo si una oscuridad floreciente se alimentará de toda ella.La senda de arena se transformó, poco a poco, a base de gravilla y guijarros, a lo que antiguamente debía de ser amplio río.A partir de allí, no se conocía el dominio del Señor Oscuro.
Graciela miró a Madox y él asintió. Sus caballos siguieron ese antiguo cauce. Los cascos retumbaban en los escarpados acantilados. Las pisadas de los soldados, marcaban cada vez un ritmo más armónico. Las Sacerdotisas cantaban rezos a los dioses que los soldados, tarareaban o silbaban. La vida se abría paso en aquel sepulcral paraje.
Tras salir de aquel desfiladero, el ejército se encontró en la cuenca de un antiguo lago. Tan seco como la arena desquebrajada de su suelo.En el centro, se alzaba una colosal fortaleza de piedra oscurecida por los siglos. De altos torreones, de gruesas murallas y un enorme rastrillo; alzado dejando una gran arcada de entrada abierta.
— Mi señora, deberíamos mandar exploradores, podría ser una trampa —Madox detuvo su caballo delante de su reina.
— Sabe que estamos aquí. Acampemos. Esta noche, mandaremos a esos exploradores. Quiero que todo el mundo esté descansado, así que ahora que aún es de día, que puedan dormir. Esta noche, puede ser muy larga.
La tarde cayó, el cielo se oscurecía por instantes. Graciela tragó saliva. Era la hora. Desenfundó su sable, un sable de un héroe.Mi amado, tal vez hoy nos volvamos a ver.
— Mi señora, corra — dijo una joven sacerdotisa desde la puerta de su tienda.
— ¿Qué sucede? — ¿Los atacaban?, pensó nerviosa.
— Corra, mi señora, corra.
Graciela corrió tras la joven, hacia un círculo de sacerdotisas. Todas tenían sus manos enlazadas, sus cabezas hacia atrás y rezaban al cielo en una especie de éxtasis.Graciela siguió a la novicia bajo los brazos de dos sacerdotisas, en el centro relucía una tenue luz.
Conforme fue acercándose, pudo discernir que era aquello que veía.Astro la miraba con ternura. Un cuerpo etéreo, una mirada llena de vida. Un retazo de su alma. Graciela dudó de aquella aparición, allí y en ese justo momento.
— Mi amada — dijo Astro extendiendo sus manos.
— ¿Qué es esto? — Graciela miró a la novicia y vio a Gala cruzar la el círculo asta en mano.
— Es él, mi señora, es el rey quien nos ha invocado. No tenemos mucho tiempo.
— Graciela, soy yo…
— Astro — Graciela trato de abalanzarse sobre él, pero atravesó aquel cuerpo etéreo, entonces lo sintió, su olor, su presencia, era él — eres… Tú.
— No tenemos tiempo, cariño, estoy usando demasiado poder para esto. Tengo un mensaje, de nuestros ancestros. Quieren que sepas que eres la reina más audaz de la historia de Mercita, un referente para todos nosotros.
— Yo… soy una cobarde.
— Una cobarde no estaría aquí, no habría unido a toda la humanidad para la última lucha. Eres Mercita querida. Libera este mundo del mal. Sé la luz, del nuevo mundo.
— No merezco…
— Te amo, Graciela, siempre lo he hecho. Y por eso te libero de nuestros votos. Vive, sé feliz. Lidera a esta gente. Te necesitan — el rey giró sobre sus talones —. Ya vienen, sé la mujer que estás destinada a ser. Acaba con todo esto.
Graciela estiró su mano, y aunque el difunto rey Astro la imitó, sus dedos no pudieron tocarse.
— Mata a ese bastardo.
El rey desapareció, las Sacerdotisas, fueron recobrando la normalidad. Gala abrazo a Graciela.
— Mi reina, es la hora — susurro Gala en su oído.
— Es la hora — aseveró Graciela.
El ejército del Señor Oscuro no era nada especial. Un par de batallones de hombres famélicos. Sus armaduras plagadas de herrumbre había lúcido mejores tiempos. Sus rostros apagados y sus huesudos cuerpos, parecían tener verdaderos problemas para soportar sus armas. Un hombre de avanzada edad, montando un viejo semental y portando una lanza con un banderín blanco, se quedó a medio camino de ambos ejércitos.
— Piden parlamento — Madox parecía incluso ofendido por aquel acto — se burlan de nosotros.
— Acompañarme — dijo la Graciela mientras montaba su alazán.
— Es una trampa — Madox sujeto las tiendas.
— As visto ese ejército, son humanos, como tú y como yo. Acaso los ves capaces de retar a este ejército. Quiero oír que tienen que decir.
De cerca, aún tenía peor aspecto, el hombre, cadavérico, la miraba desde unos ojos excesivamente hundidos en sus cuencas. El caballo, no tenía mejor aspecto, y los huesos y los años, se marcaban en su pelaje blanco.
— Mi señora, me llamo Acxill III, y soy el comandante de este ejército.
— Mi señor, soy la reina Graciela de Mercita, le aconsejo aparte a sus hombres, mi guerra es con el señor de esa fortaleza.
— ¿Cree que puede ganar esa batalla?, Matar al señor Oscuro.
— Estoy decidida.
— Entonces pasad. Liberarnos de nuestro pesar. Acabado con esto.
— ¿Y quién sois vos? — pregunto Graciela.
— Alguien olvidado, por lo que veo. Una vez, porte esa corona, reine bajo vuestra bandera. Pero cometí el error de venir aquí. Mi ego me llevo a mi final.
— ¿Me estáis diciendo que esto es un error?
— Está débil, vulnerable, ese esfuerzo para abrir tres portales lo ha dejado tocado. Yo vine cuando aún tenía demasiado poder. Pero ahora es el momento.
— ¿Nos acompañaréis?
— Lamento decirle que no, nuestras almas están atadas a estas puertas. Si avanzamos más de estas piedras, nuestras almas serán suyas. Y aquí vivimos eternos, hasta que el acero, separe su cabeza de sus hombros.
— Entonces, seréis liberados. Tenéis mi palabra — la reina golpeó su peto a modo de saludo.
— Que la luz os guíe mi señora.
El hombre giró su caballo y el ejército y él, se hicieron a un lado.El ejército comenzó a entrar en la fortaleza, allí, solo había un silencio aterrador.
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