Desde que tenía una causa, mi vida había girado ciento ochenta grados, mi despacho, limpio como una patena, me recordaba a los días donde era alguien de verdad, y no un General en una guerra de bandas clandestinas. Pero uno debe saber cuál es su lugar. Y a fin de cuentas, Hardan era mi hogar.
Tenía a mis dos mejores hombres de baja, la pelea de Paúl nos había costado un buen alboroto. Como bien habíamos adivinado, el asesinato de Paúl no había caído en saco rato. Los esclavistas lo buscaban por toda la ciudad, intentando forzar a los más débiles a cantar. Y en cada una de sus actuaciones, mis hombres, les paraban los pies. Según decía uno de los guardias. Aquellas malas bestias empezaban a tener miedo de moverse solos por las calles. Los acorralábamos, y en el mejor de los casos, acaban en el fondo de alguno de los canales. Dos de ellos, yacían maniatados en uno de los cuartos del almacén.
El Sargento Smith era un gran valor a tener en cuenta. Tenía cierta sutilidad a la hora de conseguir información, y unos puños de acero. Como todo hombre debe saber, hay un punto exacto de torsión, en el que todos, todos, hablan y piden piedad. Pero me temo que yo no podía permitirme esa piedad, ni el Sargento Smith sabía muy bien cuál era su significado práctico.
En una guerra convencional, es más importante herir a los soldados que matarlos, ello conlleva un esfuerzo y unos recursos considerables al otro ejército. En este caso, al Duque poco le importaban los heridos de su bando, así que lo mejor, era ir deshaciéndonos de ellos y aportando alimento a la gran cantidad de peces que empezaban a aflorar en los canales. Nada como un buen alimento para que la vida enraíce.
Mis hombres habían demostrado su capacidad para recibir órdenes, aunque un tanto chabacanos, se podía confiar en que hicieran exactamente lo que yo les ordenaba, o para ser más exactos, lo que el Sargento Smith les trasmitía.
Un hombre joven, de la edad de Paúl, entro corriendo en mi despacho, tenía el rostro colorado y una clara falta de aliento. Intento hablar, pero su falta de resuello sé lo impedido.
— Tranquilo cadete, respiré — el joven debía de haber corrido lo suyo, su frente perlada de sudor dejaba caer unos sucios chorretones que nacían bajo su gorra.
— Señor… — volvió a tomar aliento — esos bastardos quieren hacer alguna de las suyas. He contado una veintena de ellos. Se dirigen hacia el Prostíbulo de Luciana. Tenemos que hacer algo.
— Por todos los dioses. Avisa a los hombres. Que se armen. Localiza al Sargento y dile que venga a verme de inmediato. No hay tiempo que perder.
— A sus órdenes — me sorprendió gratamente.
El joven salió con la misma celeridad que había llegado, pero esta vez, dando gritos y órdenes mientras bajaba los escalones de tres en tres. Abajo, los hombres de guardia comenzaban a pertrecharse. Podía oler la adrenalina. Unos minutos después apareció el Sargento con sus manos en carne viva y rociadas de sangre sobre su camisa de lino. Intuí que venía de hacer una visita a nuestros nuevos confidentes.
El plan de actuación ya era habitual y los hombres lo habían captado rápidamente, el primer grupo de treinta, salió a la carrera. Poco a poco, el resto que no estaban de servicio comenzaron a prepararse conforme llegaban.
Las órdenes para Smith fueron claras. No necesitábamos más reos. Sin excepciones. Los hombres del Duque se cuidaban mucho de entrar en el barrio. Si todos ellos morían, no habría forma de saber quién o cómo habían desaparecido.
Yo sabía que alguien tan inteligente como el Duque, no tardaría en sumar dos y dos. Que descubriría sin lugar a duda quién era la nueva banda rival. Y entonces, la guerra entraría en una nueva dinámica. Más cruenta y sangrienta, solo esperaba que mis hombres estuviesen preparados para ese momento.
Aunque me hubiese encantado estar en primera fila con mis camaradas, mi edad y habilidades, ya no eran de ayuda para estas labores. Sería el eslabón más débil de la cadena, y si caía en manos del enemigo, tenía demasiada información militar y logística de mi ejército. Y eso, sería nuestra ruina.
La espera fue tensa, era lo peor de mi posición, era una ardua tarea, y más desde que Logan me había sugerido, sabiamente, que el alcohol podía ser un problema para mi puesto. Y tenía toda la razón, mi mente tenía que estar fría, astuta como un zorro de las nieves. Aunque mis manos se habían propuesto, no detener su tembleque ni de día ni de noche. Por suerte, mi fuerza de voluntad, ganada tras muchos años de disciplina militar, era de hierro.
Los hombres comenzaron a llegar, no parecían contentos, Smith iba haciendo un recuento de los que entraban por la puerta. Sus hombros estaban caídos, como sus miradas. Había sucedido algo, la moral estaba por los suelos. No podía permitir que aquellos hombres que me tenían glorificado me vieran en mi actual situación. Si veían en mí, la debilidad de un ex alcohólico, podía perder su lealtad.
Por suerte, Smith subió haciendo crujir la escalera.
— Informe.
— Señor era una trampa. He perdido doce buenos hombres. Todos padres de familia —aquellas palabras le salieron del estómago.
— Es una gran perdida — como si Smith no supiese que esto llegaría antes o después — encargarse de que a cada una de sus viudas les llegue una buena suma. Que sus hijos, ni ellas, pasen calamidades.
— Cuente con ello.
— Ahora dígame qué ha pasado. ¿Luciana y sus chicas han sufrido daños?
— No, señor, Luciana tiene más sesos que media ciudad junta. En otros tiempos sus túneles los usaban contrabandistas pagando un peaje justo. Huyeron antes de que todo esto empezará. Pero el local… bueno ha quedado echo cenizas.
— Por todos los dioses.
— No se preocupe, ese edificio lo levantó el barrio hace cuatro generaciones y así volverá a ser — abajo se escucharon los pasos de unos tacones femeninos que retumbaron en todo el almacén —, tenemos la obligación de dar alojamiento a todas ellas, aseguran que se portarán de manera correcta.
— Señor Smith, ¿me está pidiendo permiso?
— Así es señor — sus ojos me miraron. Ese hombre era leal, incluso cuando sus principios estaban en contra de lo que yo le ordenase.
— Sargento Smith, necesita saber, qué es usted el líder de este ejército. Esos hombres le siguen a usted y al señor Paúl. Yo solo les ayudo a tomar las decisiones que sus corazones no les permiten. Si usted cree que este es el lugar más seguro para esas mujeres. Yo no tengo nada que objetar.
— Es usted un buen hombre, General — dijo taconeando y haciéndome un saldo marcial antes de marcharse.
— Jamás lo he sido, tal vez sea hora de empezar. Voy a darles la bienvenida como se merecen, acompáñeme.
Metí mis manos en los bolsillos de la casaca, salí al balcón y mi mundo dio un salto mortal hacia atrás. La mujer más bella y elegante que jamás había tenido la suerte de ver me miraba retadora desde abajo. Sus ojos afligidos albergaban la belleza de una noche estrellada. Me faltó el aire.
— ¿Y este es el Gran General? — su voz era aterciopelada.
— Ese soy yo — dije levantando el mentón — y usted debe de ser La Madame, es un orgullo para mí, concederles asilo hasta que su hogar vuelva a lucir aún más encantador.
— Esperaba algo más acogedor, dada su posición — además inteligente, muy inteligente, ya me habían advertido de su lengua aduladora. Pero no podía resistirme a caer en sus redes.
— ¡Sargento Smith! — sabía que lo tenía justo detrás, era imposible no saberlo, pero ordenar las cosas con ímpetu, siempre le había parecido muy varonil a las muchachas — mañana mismo comenzarán a fabricar tantas habitaciones como sean necesarias. Logan suministrará la madera para agilizar el proceso — miré hacia abajo, Luciana movía uno de sus pies nerviosa por mi decisión — me temo que estas noches, sus chicas podrán dormir en las casas de estos hombres, ¡ordenó que nadie les ponga una mano encima! — dije mirando a mis hombres—. Tan solo puedo ofrecerle la mía — su rostro me miró ceñudo.
— ¿Y esas órdenes también le afectan a usted verdad?
— Por supuesto, soy un caballero, tan solamente le brindo mi mano.
— Está bien. Pero si alguno de vosotros quiere un trabajito, ¡Tenéis que pagar! — después me miró traviesa.
Creo que acabo de enamorarme.
Madeleine preparo una deliciosa cena para dos, Luciana tenía una conversación muy viva, hacía muchos años que no disfrutaba de una velada como esa. No tardó en darse cuenta de mi síndrome de abstinencia, y en vez de sentirme mal, fue todo lo contrario, ella celebraba mi valor, me animaba a seguir adelante. Su sonrisa me fascinaba. Su astucia, bien merecida tenía su fama. Tal fue su lucidez que me dijo algo que nunca habíamos contemplado.
— ¿Y por qué no liberáis a los esclavos y que luchen con vosotros?, Tenemos un enemigo común, seguro que les encantaría poder defenderse y esa llave hacia la libertad, solo puedes regalársela tú.
— Es la idea más temeraria, astuta e ingeniosa que hemos tenido en todo este tiempo. Debo decir que me rindo sus pies.
— Querido — dijo Luciana levantándose de la silla, estiró de un fino lazo que hacia unas florituras en su cuello y el traje cayó a peso dejándola en cueros — no va a ser a mis pies a donde vas a caer — dijo subiéndose a horcajadas sobre mi regazo.
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