Mala muerte: Capítulo 30 Diana


Conforme avanzábamos por el túnel, antaño, una mina; mis pensamientos se iban oscureciendo. Cloti abría camino, farolillo en mano, con Rossy bien sujeta a su lado, las cinco sirvientas, aunque ya no sabía si esa era una buena denominación, aseguraban los corredores laterales. 

Pensar que podían haber sufrido daños por mis acciones… jamás me lo hubiese podido perdonar.

El olor a humedad almacenada durante años hacia densa y angustiosa la atmósfera. La oscuridad era total, como el interior de mi corazón. El agua se podía oír, desde diminutas gotitas que resbalaban por las paredes y techos, hasta pequeños charquitos a fuertes caudales en otras galerías que formaban ya parte de un acuífero subterráneo. El suelo era fangoso y resbaladizo. Las paredes de tierra húmeda no me daban demasiada confianza. Sobre todo cuando uno se fijaba bien en lasvigas podridas que soportaban la bóveda.

En algunos rincones aún había apoyados viejos picos y herramientas de los mineros. Paúl se acercó y agarró el mango de un pico, lo alzó, y el hierro, herrumbroso, se quedó en la misma posición, el mango se deshizo como si hubiese agarrado un puñado de arena mojada. Tras una reprimenda de Sebastián volvió a unirse al grupo. Yo sabía que esas cosas Paúl las hacía para intentar subir el ánimo, pero no era una buena noche para intentarlo.

La herida del antebrazo me ardía y por desgracia, con las prisas, no había hecho acopio de mis fármacos y drogas. Tardaría en curarse casi un mes más. Y eso aún oscurecía más mis pensamientos. 

Lo he tenido en mis manos y no lo he matado.

Una y otra vez ese pensamiento me corrompía desde dentro. Hacía tan solo dos meses lo hubiese ejecutado, le hubiese degollado y esparcido sus tripas en el estrado. Pero ahora… esa niña… me estaba cambiando. Fue ella, quién me paso por la cabeza, si yo moría allí, ¿qué sería de ella, de su hermano, de la ciudad?

No me arrepentía de haberla acogido, era lo mejor que le había pasado en los últimos veinte años. Pero eso me obligaba a sobrevivir, ya no por mí, sino por ellos.

Anduvimos más de dos horas por aquellas oscuras galerías. Las ratas corrían cerca de nosotros esperando que alguno desfalleciera, para su desgracia, Gato Negro iba eliminándolas de manera sistemática, casi profesional. 

Eso mismo debería estar haciendo yo, volver sobre nuestros pasos. Y acabar con esto. Matar a cada uno de esos bastardos, llegar hasta ese hijo de puta y desollarlo lentamente hasta que me dé la ubicación donde retiene a ese pobre niño. 

Pero estaba agotado. Física y mentalmente, mi secreto mejor guardado había sido revelado ante toda la ciudad. Mis enemigos habían ganado. Mi mansión, mi tapadera y mi forma de vida había sido erradicada de un plumazo.

Maldito bastardo, vas a sufrir.

Sebastián giraba su linterna hacia atrás cada vez que creía escuchar algún sonido a nuestras espaldas. Su rostro debía ser muy similar al mío. Tantos años bajo un mismo techo, sirviendo a una de las grandes familias de la ciudad y ahora sus mocasines estaban embarrados y cansados. Podía empatizar con sus sentimientos. Y seguramente él, con los mío. Cada vez que decidía darme la vuelta y buscar venganza, lo tenía justo detrás, negando con la cabeza. Y aunque su rostro quedaba oculto tras la luz de su linterna, sabía que era mejor seguir sus órdenes.

¿Qué estara pasando allí arriba?, ¿Los hombres del General estaran peleando calle por calle?, ¿El Duque estara conquistando la ciudad? 

La noche estrellada se abrió sobre nuestras cabezas, la entrada de la mina estaba bien oculta. Sebastián nos obligó a alejarnos de ella, después volvió y encendió una mecha que debía llevar escondida muchos años. Volvió a grandes zancadas y tapándose los oídos. Tras él, una polvareda dejó claro que había sellado con explosivos la mina. 

Nadie podría seguirnos. 

¿Cuánto tiempo llevaría aquello preparado?, ¿Cómo de claro tenía ese hombre que yo acabaría cayendo en desgracia?, Que fracasaría y tendría que huir. 

Tras una hora más andando por sendas y caminos casi borrados por los años. Llegamos a una pequeña granja. Sebastián nos pidió que esperásemos en el cercado donde, por el día, los cochinos se revolcaban en su zahúrda. El olor a estiércol era tan denso como la atmósfera de la vieja mina. A la única que no parecía importarle era Cloti, que habiendo revisado ya más de una docena de veces a Rossy, la volvía mirar de arriba abajo por si la niña tenía alguna herida que no hubiese detectado en las anteriores doce veces. 

En cambio, la niña, tras toda aquella caminata que tenía nuestros huesos y pies molidos, estaba exultante. Sus ojos bien abiertos y sin rastros de fatiga. Y si no fuese por las manchas de sangre que rociaban todo su cuerpo, bien podría estar preparada para unas largas horas más de marcha. De vez en cuando me miraba, pero era incapaz de cruzar sus ojos con los míos. 

Tranquila, esto no es culpa tuya, tú solo eres una víctima. Pero ese bastardo…

Sebastián no tardó en volver, una pareja de ancianos lo acompañaba. Eran demasiado mayores para poder cubrir las necesidades de una granja. Eso era más que evidente. Pero a su alrededor todo estaba bien cuidado. Seguramente, los jóvenes, se habían quedado ocultos o simplemente dormían ajenos a nuestra presencia.

El hombre nos acompañó a un granero, en su interior no había ni rastro del cereal, pero si había dos carretas bien cuidadas, en uno de los laterales, cuatro caballos nos miraban asustados. El hombre y Sebastián no tardaron en preparar a las bestias y sus aperos. Y antes de saber siquiera quiénes eran nuestros anfitriones, Sebastián nos conducía a toda velocidad por un sendero demasiado estrecho para sus necesidades.

Al alba, llegamos a una verja de hierro forjado, daba paso a una enorme finca, en un lateral se podían ver las grandes reses dentro de sus cercados. Otros, más próximos al camino, era planteles de trigo y cebada, los corrales estaban abiertos de par en par, seguramente los pastores, hacía horas que ya habían movido a sus ovinos. El aire era limpió, y fresco, arrastraba el olor de los pinares que quedaban al otro lado del camino, donde unos cerros crecían hacia al sur. En otra situación hubiese pagado por unas largas vacaciones en un sitio así, pero en ese momento solo quería llegar a un catre y dormir.

Al fin llegamos, descoyuntados, por el traqueteo de las carretas, al edificio central de la finca. Era un palacete veraniego, de piedra caliza y enormes ventanales que asombraba bajo una densa trepadora de hiedra. Había hombres trabajando por todas partes. Constructores ampliando edificios más pequeños, carpinteros techando los nuevos edificios y granjeros, cargados con carretillas y carretas. En la puerta principal, había una mujer, de pelo Cano, recogido en un moño y rostro sorprendido. Un rostro que se me hacía tremendamente familiar. Con una indicación sutil de su mano, advirtió a Sebastián de que nos detuviésemos en la parte de atrás del edificio. La mujer salió del edificio por la puerta trasera, donde, por suerte, nos estábamos bajando de las malditas carretas. Me dolían las rodillas, la cadera y las manos de sujetarme para no salir disparado en alguna curva. 

— ¿Por todos los dioses Sebastián, que hacéis aquí, acaso te has vuelto loco? — le dijo la mujer con voz severa.

— No seas necia, venimos buscando asilo, la situación en la ciudad ha cambiado drásticamente — le respondió Sebastián con el mismo timbre de voz, una vez juntos, ambos se abrazaron y la familiaridad quedo cara —. Señor Logan, Paúl, les presento a mi hermana Diana — la mujer hizo una reverencia algo torpe.

— Es un placer conocerla, mi señora — respondí cansado —. Espero no seamos un problema para usted.

— ¿Problema?, Claro que sois un problema, Señor Malkovich, esta finca lleva tres generaciones sin llamar la atención de absolutamente nadie. Y ahora, aquí están ustedes. Tú — la mujer miró Paúl — no quiero problemas, ¿entendido? — Paúl me miró sorprendido.

— Sin duda es usted hermana de este cascarrabias — contesto Paúl — pero no entiendo por qué siempre me dicen lo mismo.

— Por qué hueles a problemas — contestaron los dos hermanos al unísono. En otro momento nos hubiésemos reído de aquella coincidencia, pero estamos demasiado agotados para ello.

— Señora, necesitamos descansar, estamos agotados. ¿Podría dejarnos dormir en su finca? — le dije a la mujer que me miró sorprendida.

— ¿Mi finca?... , Señor Malkovich, esta finca pertenece a su familia. Yo solo soy la regente en su ausencia.

— No tengo constancia de tener ningún inmueble fuera de la ciudad y menos aún una finca de esta dimensiones.

— Y así debería de seguir siendo. Pero al fin y al cabo, su abuelo transformó la finca familiar por si algún día necesitaba esconderse del mundo, y por lo que veo, ese momento ha llegado. Ahora síganme, los alojaré.

Tenía mil preguntas, ¿Cómo era posible que mi familia tuviese una finca en medio de la nada y que yo no tuviese la menor idea?, ¿Cómo se sufragaba, a donde iban los beneficios o de dónde salían los gastos? Todas aquellas ampliaciones debían constar en algún libro de cuentas, y jamás había leído referencia alguna de ese lugar. Pero estaba demasiado cansado, demasiado alterado, necesitaba dormir. Aposentar mis huesos en un catre, y olvidarme del mundo durante unas horas.

Fuimos alojados en habitaciones compartidas, Paúl dormiría en la misma habitación que yo. Le cedí el primer baño, estaba embadurnado en sudor y sangre seca. No recuerdo cuánto tardó, ya que me quedé absolutamente dormido en el instante que mis huesos tocaron el catre.

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