Mala muerte: Capítulo 31 Esto no es vida


— Han muerto, y yo, estaba borracho… soy una mentira, ¡un cobarde! Estos hombres merecen algo mejor que yo — El General en calzones iba de un lado a otro de la habitación. Maldiciendo su suerte, su situación y todo lo que se le pasaba por la cabeza de lo que él, pudiese haber tenido culpa. Luciana lo miraba ir de un lado a otro tumbada en su lecho, tapada con tan solo una fina sabana.

— No están muertos, no digas tonterías, Paúl puede ser un pilluelo, pero tiene una buena sesera. Y ese amigo suyo, ese tal asesino del antifaz, el Señor Logan, es un hombre avispado, capaz, y dicho sea, tiene una percha encantadora — sentenció Luciana—. Ese tipo de hombre siempre tiene un plan b.

— Yo vi explotar con mis propios ojos su mansión. La lucha fue terrible. Muchos de mis hombres han muerto. Y el cuerpo de bomberos y los periódicos dictaminan que nadie podría haber salido de un incendio, así —lanzo el periódico matutino sobre la cama, Luciana lo agarró por la primera página.

— Pero también dicen que no hallaron cuerpos.

— Eso es cierto, pero bajo todos eso, escombros bien podrían estar ocultos, sepultados. Estaban sitiados, Luciana, como jabalí por perros…

— Estoy segura de que hiciste cuanto pudiste. No puedes cargar con el peso del mundo tú solo. A veces la gente muere y otras… parecen haber muerto —Luciana se levantó desnuda y abrazo al General que comenzaba nuevamente a llorar.

— Eso me dije la primera vez, ¿Sabes?, Cuando mis hombres murieron en aquella emboscada. Pero sigo viendo sus rostros de terror, de decepción, sus alaridos… su muerte. Si yo no hubiese sido tan prepotente, habría entendido que aquel sería el lugar perfecto para una emboscada. Podría haberlos salvado…

— O tal vez no, tal vez las cosas pasan por qué sí, y tú, no puedes evitarlo, querido, no eres un dios, solo un hombre — sus miradas se cruzaron y Luciana lo besó con pasión— ahora vuelve a la cama, deja para luego todo esto, tengo una idea para que tu día empiece con más… alegría.

La mañana fue tal y como el General había premonizado. Las cabezas gachas habían perdido una batalla realmente importante. Perder al Sargento Paúl y al Asesino del antifaz había mermado la moral. Incluso el leal Sargento Smith, parecía tener otro porte, otra mirada.

— Señor, los hombres están mal— me dijo el Sargento.

— ¿Y tú?, viejo amigo, ¿Cómo te encuentras?

— Abatido. Pero ahora no podemos detenernos, señor. Debemos continuar. Ahora, más que nunca, debemos vengar a mis amigos.

— Está bien les diré algunas palabras, creo que ha llegado la hora de darle la vuelta a esta guerra.

— ¿y como piensa hacer eso? — le dijo el Sargento mientas se dirigía al balcón.

— Hombres y mujeres de la Justicia del antifaz — las prostitutas y los hombres salieron al centro del almacén y alzaron sus cabezas. Podía leer su tristeza —. Hoy es un mal día, ¡un día de mierda! —hubo algunas voces que asentían— pero no estamos acabados. No hasta que el último de nosotros muera. Esta guerra no podemos ganarla solos, ya no. Necesitamos aliados. Quiero a diez voluntarios, tal vez sea una misión suicida, tal vez no volvamos a ver amanecer, pero hoy estamos vivos. Y aunque no lo penséis ahora mismo, ¡somos más fuertes que ayer!, ¿desde cuándo un hombre o mujer del barrio ha tirado la toalla? — dejó un segundo para que su gente pensará.

— ¡Jamás! — gritaron algunas voces al fondo.— Somos los defensores de esta ciudad, ¡Nuestra ciudad! —muchas voces rugieron ante aquella verdad — No puedo prometeros una victoria fácil, pero si una muerte con honor, que sirva para que vuestras mujeres e hijos crezcan en libertad, ¡Somos la resistencia!, ¡Somos! — dejo otro silencio.

— ¡Somos el Barrio, Somos Hardan! — rugió la multitud.

— ¡Y ahora hermanos y hermanas vamos a dar un golpe en la mesa!

Tras aquellas palabras el almacén tomo otro cauce. Las mujeres preparaban las armas, los hombres se abrazaban unos a otros. Smith subió con un grupo de hombres veteranos. En sus rostros veía la fuerza del primer día, muchos habían perdido a sus hijos. A sus hermanos. Era el momento de llevar un paso más a la resistencia.

— Muy bien señores. Este es el plan. Dos de vosotros, colocaréis explosivos en la casa del Capitán de Alguaciles. Tendremos que medir muy bien la intensidad. No quiero que ningún transeúnte quede herido. Pero sí que quiero que esa casa quede hecha cenizas. El resto vendría conmigo, vamos a liberar a esos pobres desgraciados.

— ¿Y si no quieren luchar? — preguntó uno de los hombres.

— Oh, tranquilo amigo mío, lucharán, de eso puedes estar seguro. Ahora seguidme.

— Señor — susurró Smith — usted debería quedarse aquí. Es demasiado importante para la causa.

— De eso nada, ya está bien de esconderme como un cobarde. Si tengo que morir será luchando junto a mis hermanos. ¿Acaso mi vida vale más que cualquiera de ellos? — Smith negó cabizbajo.

— Lo siento por esto señor. Pero es por el bien de la resistencia — el golpe en la cara lo lanzó hacia atrás y lo dejo noqueado sobre su silla— muy bien chicos, manos a la obra.

Tras la violencia de la noche anterior se habían multiplicado las guardias. Las calles estaban desiertas. Y el calor, tras el equinoccio de verano, había comenzado a aumentar. 

Los hombres de Smith se movían en las sombras de las cloacas. Habían apostado a pequeños grupos de guardias en ellas. Seguramente, alguien había tenido la lucidez como para entender su valor logístico.

En muchos de los puntos, hombres de barrio, que trabajaban para el gobierno, les ayudaron a eliminar a los guardias comprados por el Duque. En su avance, dejaban, tras de sí, peleas a muerte entre guardias. Tenían que moverse rápido. Si uno solo de aquellos traidores daba la voz de alarma, el plan se iría al traste.

El grupo se encontraba justo debajo del edificio, que era toda una institución, donde se alojaba el Capitán de Alguaciles. Allí, Smith explicó donde debían colocarse los explosivos. Los pilares de hormigón, que soportaban todo el peso de la estructura, estaba insertado en los muros de las cloacas. Sería rápido y después, se unirían al grupo de asalto. Si es que no acababan bajo los cascotes. La explosión sería la señal, cuando todos los guardias de la ciudad y los Alguaciles, correrían al centro de la ciudad a proteger a sus regentes.

Los campos de concentración estaban extramuros, las cloacas llegaban hasta unas granjas a pocos kilómetros de la ciudad. Un plan urbanístico que se agotó por falta de presupuesto. Pero el suficiente, como para poder atacar por la espalda a esos esclavistas.

El recinto enjaulado era enorme, allí debía de haber más de tres mil hombres. Dormían unos encima de otros. Por los suelos, entre sus excrementos y desechos. Olía a muerte y hambre. En el silencio de la noche se oían los lloros de aquellos hombres. Eran tratados peor que los animales de una granja.

Cada cercado estaba vigilado por un hombre armado que deambulaba a su alrededor. Más dos tirados ubicados en una torreta de guardia. Smith, veterano en este tipo de asuntos, aconsejo a sus hombres como actuar. Sería un golpe rápido.La explosión creó una luz tan potente que la ciudad al completo se iluminó. El ruido no tardó en llegar. La ciudad se movía con toda su maquinaria. 

Era el momento. Los dos demoledores se unieron al grupo. Smith se acercó por detrás a la torre. Totalmente desprotegida. Ya que su intención simplemente era disuadir a los pobres esclavos y no repeler un imposible ataque. 

Ascendió por la escalerilla que quedaba oculta por las sombras. Vio como sus hombres tomaban posiciones. Abrió una rendija y miró al interior. Sobre él, los dos hombres de color reían mientras simulaban dispara a los esclavos. Smith quito la anilla de dos granadas y las tiro al interior. Colocó sus pies y sus manos en el exterior de la escalerilla y descendió a toda velocidad. 

La garita de la torre salto por los aires. Dejando cuatro mástiles plantados sin ninguna muestra de que allí hubiese habido nunca una garita de guardia. Los gritos se comenzaron a escuchar cuando Smith recupero el odio. Salió al centro del recinto y vio venir a sus hombres con los ojos encendidos y sus manos llenas de sangre.

Los esclavos, ahora apretados contra el lado opuesto de los barrotes, los miraban asustados. Smith agarró una de las llaves que sus hombres habían conseguido y abrió la puerta.

— Mi nombre es Smith, hemos venido a liberaros. Seguidnos, rápido — un hombre mayor se acercó lentamente.

— ¿Y quién me dice a mí que no es una jugarreta?, ¿Qué no es una trampa para ver quién sería capaz de escapar?

Uno de los hombres se acercó, cogido del pelo, llevaba una cabeza, la lanzó al medio de la jaula.

— Es ahora o nunca, vamos a matar a todos esos cabrones — dijo el hombre de Smith— podéis morir como cobardes, o luchar por vuestra libertad. A mí me da igual. Pero esto no es vida.

— Tenemos que ayudarles — dijo uno de los esclavos.

— Tiene razón, esto no es vida — dijo un hombre que salió de la multitud. Era grande y en sus rostros se veían marcas que debían servir, en otro tiempo como estatus de su pueblo— prefiero morir ahí fuera que aquí dentro — abrió sus labios y comenzó a producir un sonido con su lengua. El resto de esclavos lo imitaron — gracias. Contad con nosotros.

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