Mala muerte 43 El Congreso rojo


El edificio del congreso, en Ciudad Central, demostraba que la democracia era una absoluta falacia. El Duque lo sabía muy bien, había nacido en las calles colindantes, o eso le contaban en su niñez. Sin padre conocido e hijo de una ramera del tres al cuarto. Había crecido viendo entrar en aquel monumental edificio, a todos esos mentirosos de oficio político. Los había visto cenar juntos, unos con otros, por más que dentro se lanzarán dardos infectados. Los pobres a los ricos y viceversa. Si uno era capaz de decidir quién eran los pobres y quién eran los ricos. Sus carruajes eran idénticos, sus séquitos de sirvientes, igual de engordados, incluso sus mansiones, tenían la misma superficie. Un claro teatro, una puesta escena en un edificio que decían era la voz del pueblo. Un pueblo que, en tres de sus cuatro partes, jamás podrían tener sobre sus cabezas, un techo de esa magnitud. Y desde muy pequeño, cuando en el orfanato, lo habían obligado a prostituirse, con aquellos remilgados idealistas, había decido que un día, lo demolería con todos esos actores de segunda dentro.


En la Gran puerta, con detalles dorados, un material, que sin duda representaban a la mayoría de sus votantes, que ni tan siquiera podían permitirse una alianza de oro, se encontraba con el niño que miraba todo como si no entendiera absolutamente nada.


— ¿Por qué venimos aquí? — dijo el demonio—. ¿Cuándo vamos a ir a por mi hermana?


— Pronto, te lo prometo, tengo tantas ganas como tú de recuperar a tu hermana. Pero necesitamos ayuda, y aquí deben socorrernos.


— ¿Y por qué no voy yo solo?, No les tengo miedo.


— Por qué como ya te he explicado. Recuperar una ciudad entera necesita el apoyo de mucha gente.


— A mí me importa una mierda la ciudad.


— Pero a mí no. Si cuando salgamos de aquí, no tenemos ese apoyo, deberemos conquistarlo. Y a continuación salvar a tu hermana y a mi ciudad.


Como invitados, se encontraban en unas balconadas sobre los diputados, otra maldita mentira que en teoría hacía creer al pueblo, que seguía estando por encima de los congresistas. Algo, que a todas luces era una mentira descomunal.


Bajo ellos, los hombres se dirigían duras palabras para duras decisiones. El Duque sabía muy bien cómo funcionaba. Por cada ley aprobada en pos del pueblo llano, había diez leyes que beneficiaban y dotaban de poder a los más ricos. Algo que en su juventud le producía un nudo en el estómago, cuando aún consideraba que podía ayudar a sus iguales con palabras. Apoyando grupos sindicalistas que al final de su andadura, sus líderes se convertían en nuevos ricos, y acaban aprobando las leyes, que ahora si les beneficiaban a ellos.


Después, en su madurez, había luchado contra ese tipo de escalada social, pero el resultado, volvía ser el mismo. Solo que esa vez, incluso el pueblo se había puesto en su contra, llamándole mentiroso por destapar a los corruptos de sus iniciativas.

<<Todo hombre tiene un precio>>

Le había dicho el hombre que era un referente para él, antes de asumir su nuevo cargo de congresistas y con ello, una vida de lujos lejos de sus iguales.


Y fue ahí, cuando abrió los ojos. ¿Por qué dejar que todos esos inútiles chaqueteros dominarán el país? Odiaba al pueblo, por lanzarlo a los leones, empujarlo a la más absoluta pobreza y vergüenza social, por vilipendiarlo. Odiaba a los ricos, por comprar a buenos hombres, por haberlo usado de prostituto en su niñez. Solamente había alguien con los arreos necesarios para conducir al país a un futuro mejor. Y ese, era él.


— Señor Presidente, en el Palco de invitados, el Señor Duque quiere transmitir una súplica al gobierno — dijo el ujier en voz alta y clara.


— Que hable — dijo el Presidente mirando hacia él, con cara de circunstancias. Hacía mucho que estaba bajo la corrupción del Duque.


— Necesitamos — dijo levantándose en el palco, su sobrero de ala ancha le tapaba medio rostro, su bastón apoyado y bien sujeto por su mano enguantada — recuperar de una vez Hardan, mis negocios están siendo sacudidos por esas perdidas tan escandalosas — señaló al niño que miraba todo ceñudo, calculando, seguramente una salida —, su propia hermana está siendo torturada y dios sabe que más, por los malnacidos de esa ciudad, es urgente que manden de inmediato al ejército y que libere, a cualquier precio, nuestra ciudad.


— Desde el ayuntamiento de la ciudad, no nos comunican tal atrocidad. Llevamos días en contacto con el alcalde, y la ciudad mantiene un ritmo de bastante normalidad. No podemos emplear la fuerza todavía, hay que concluir primero las fases de negociación. Señor Duque, entiendo su impaciencia, pero no puedo masacrar una ciudad por sus negocios, que según dicen algunos, podrían ser turbios — ¡Qué, como osa retarme aquí!, El Duque miró al resto de congresistas, y aunque todos, de una manera u otra, le debían algún favor, parecían que se habían puesto de acuerdo para cortarle la cabeza.


— Entonces, me niegan, a mí, y a este niño el socorro que suplicamos. Me veo en la obligación de comunicar que, a partir de ahora, yo soy el nuevo presidente de la república — el clamor no tardó en inundar la sala.


— ¡Alguaciles, detengan a ese hombre por intentar dar un golpe de estado! — escupió el presidente poniéndose en pie en su púlpito.


— Chico, es hora de que hagamos las cosas a tu manera. Estos cobardes no van a ayudarnos. Necesitamos controlar esta cámara.


— Cuenta con ello.


El niño comenzó su metamorfosis, su tez cambiaba a más pálida y sus ojos se comenzaba a amoratarjunto a sus párpados y el contorno de sus ojos.


Sus dedos se convirtieron en garras. Los alguaciles, que se acercaban a la carrera, se detuvieron al ver en qué se estaba convirtiendo. Los congresistas entraron en pánico, intentaban huir en avalancha por los escalones del hemiciclo. El niño movió sus manos y las grandes puertas, de oro macizo, se cerraron antes de que ninguno pudiese huir de su lujosa celda.


De sus manos comenzaron a salir hebras de una neblina oscura, el Duque no era la primera vez que veía algo así. Su hermana, casi lo había matado con ese oscuro poder. El niño entró en trance, sus pies se elevaron del suelo, y flotando como esos nuevos zepelines, se colocó en el centro de la bóveda, donde frescos de antiguos reyes blandían sus armas; con más de diez metros de vacío bajo sus pies. El Duque cerró los ojos. Nunca le había gustado la sangre, o por lo menos algo así de crudo. Escuchaba los gritos y los llantos. Como los cuerpos explotaban y como la sangre y las vísceras lavaban su piel. Sintió miedo, después, ira, pero al final, cuando todo había acabado y todo el hemiciclo, no era más que una sangrienta imagen. Sintió el más profundo de los placeres.


Cruzó el edificio y entró, mientras todo aquel que estaba en su interior, era devorado o mutilado por aquella maravillosa nueva arma, por la puerta presidencial, donde el sillón con más poder de la nación le esperaba. El asiento del presidente tenía trozos de su antiguo dueño, el Duque sacó un pañuelo de seda, apartó las vísceras y la sangre del sillón y se sentó, para conocer, su nuevo estatus social. Después de aquella demostración, ningún general intentaría un cambio de régimen. Eso, sí, no contabas con el dineral que le había costado pagar a las personas pertinentes para qué ocuparán esos cargo.


Todo el mundo tiene un precio, y el mío es el poder.


El Duque descolgó el teléfono que su propia empresa había ubicado en aquel descomunal palco.


— ¿Señor Presidente? — la voz, al otro lado, era la del máximo representante del ejército, un hombre que el Duque conocía muy bien, le proveía todo tipo de servicios, todos ellos de una persona sin moral.


— Así es General, prepare sus ejércitos para conquistar Hardan.


— ¿Señor Duque? — su voz sonó extrañado, y no era de extrañar — lamento decirle que solo me debo al presidente de la cámara.


— Yo, soy el presidente de la cámara, y si no quieres que le expliqué a tus familiares y amigos que haces con esos niños y esas esclavas, obedecerás — hubo un largo silencio.


— A sus órdenes mi presidente. Le felicito por su nuevo cargo.

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